sábado, 30 de diciembre de 2017

El Día de la Bestia


En la habitación contigua, ya dormía su hija. Todo el mundo se había marchado con prisas después de una copiosa y tediosa cena de Nochebuena. La casa había adquirido una extraña calma. Cenar por cenar. Reunirse por reunirse. Regalar por regalar -refunfuñaba ella mientras recogía melancólicamente los trastos. Cuando terminó de ordenar el salón se dirigió, como hipnotizada, hacia la habitación en la que guardaba toda su alquimia. Colocó varias cabezas de ajos sobre un pequeño altar lleno de imágenes de santos y vírgenes. Encendió varias velas y una varita de incienso que colocó cerca de un San Antonio de madera traído de una derruida misión dominica de Chiapas. Calentó un poco de aceite de romero, con una pizca de aceite de aguacate, y otro tantito de manteca de Karité. A ese cóctel de aceites tibios añadió medio kilo de sal de Guerrero Negro, unas gotitas de aceite esencial de lavanda traída, según decían, de la Provenza francesa, y unas gotas de agua bendita de la Basílica de la Virgen de Guadalupe. Tras batirlo todo, espolvoreó sobre el preparado el contenido de un viejo sobrecito de papel que guardaba en su interior un ingrediente secreto que le había regalado una anciana indígena de la Sierra Madre. Una señora que, de tan vieja, hacía años que no salía de una paupérrima casucha de adobe, en la que aún seguía recibiendo a gentes venidas de todo México, e inclusive de los Estados Unidos, para someterse a las magníficas sanaciones que le habían dado  tanta fama. 
Cuando hubo terminado de preparar aquella pócima secreta se desnudó. Rezó algo en un idioma que ni ella misma conocía, y comenzó a aplicarse aquel mejunje por todo su cuerpo. Al llegar a la vagina, tal y como le recomendó la anciana, metió varias veces sus dedos bien impregnados en aquella pócima. Una pócima más de las muchas recetas milagrosas que le habían aconsejado en los últimos tiempos y que de tan poco le habían servido.
Después, siguiendo el ritual, se arrojó bocabajo sobre el suelo, puso los brazos en cruz y volvió a recitar la misma oración durante varias veces.
Tras escucharse un gran estruendo, las velas se apagaron de golpe, como si un extraño viento hubiese entrado por toda la casa. Un olor fétido inundó la habitación y ella, nuevamente sin poder evitarlo, abrió sus piernas aún a sabiendas de lo que aquella cosa tan abominable, que siempre la visitaba esa misma noche desde hacía ya tantos años, estaba a punto de hacer.
Embargada por un éxtasis frente al que no podía rebelarse, aquel cuerpo ardiente se subió sobre ella y la penetró por detrás con la fuerza de un Titán, dando alaridos espeluznantes que, en aquella ocasión, le resultaron más diabólicos y sobrehumanos que en veces anteriores. Gritos y alaridos que tan sólo ella percibía. Nunca sabía Eva, en realidad, cuánto duraba aquella posesión diabólica. Nunca llegó a saber, a ciencia cierta, cuál había sido el motivo para que aquel hijo del infierno se hubiera encaprichado de ella. Nadie lo sabía. Ni la bruja de la Sierra Madre, ni los chamanes de Catemaco, ni varios curas a los que había visitado a lo largo y ancho de toda la República y que en nada parecía que le hubiesen ayudado.
En los últimos diez años, tantos como tenía su hija Miriam, había cambiado numerosas veces de domicilio. Había recorrido desde Puebla, hasta Chiapas, pasando por Yucatán; más tarde quiso probar suerte por el norte y se instaló en Culiacán, después huyó a Monterrey, y de ahí a Tijuana. Mas todo fue en balde. El día de nochebuena era, para ella, desde hacía más de una década, el día de la Bestia. 
Por fortuna, como solía ocurrir, su hija no se despertó.
Ahora tan sólo le quedaba esperar un año más. Según la bruja oaxaqueña, ese demonio ya no volvería nunca más a molestarle. 
Eva, como en tantas y tantas ocasiones, no albergaba ninguna esperanza de que se obrara el milagro.

miércoles, 27 de diciembre de 2017

Autocrítica


Siendo autocrítico, a mi prosa le falta poesía, consistencia, y tiene exceso de verticalidad. La culpa la tiene el extremo derecha que llevo dentro. Como futbolista fui un tuercebotas, y ni qué deciros como escritor. 
A este paso, me moriré nadando en el charco gris de la mediocridad.

sábado, 23 de diciembre de 2017

La otra Navidad


No se lo digan a nadie, pero tengo que confesarles que no me pone nada la Navidad. Les escribo, en este momento, con un jersey de cuello vuelto y los mocos fuera. Acabo de llegar del mercado de Verónicas. Ni qué decirles de cómo estaba la cosa por allí. En el puesto de churros había un tumulto; dos imbéciles casi llegan a las manos por hacerse con una ración de churros con chocolate. En los puestos del pescado y del marisco los precios estaban por las nubes. Los de la carne a reventar. El aparcamiento colapsado. La Navidad ya es un hecho consumado. El gran monumento al consumo. La lotería pasó de largo ignorándonos por completo. La búlgara que pide en la escalera del aparcamiento, pese a estar en diciembre, estos días hará su agosto. 
Navidad, Navidad, santa Navidad... sonaba en los decrépitos altavoces del mercado el eterno villancico que tanto motiva a los devotos navideños y reconcome los higadillos a los que la odian. 
En Cataluña, la gente no sabe estos días si festejar o salir huyendo. Por aquí sigue sin llover. Papá Noel vino anoche a casa anticipándose al gran reparto que se producirá mañana. Hay que tener amigos hasta en el infierno. A mí hija le dejó a Lala, la muñeca llorona, y a mí me trajo un libro de relatos y microrelatos titulado "Maleza viva", de Gemma Pellicer, una catalana que estos días venderá libros sin saber muy bien qué le deparará el destino.
En realidad, ni a Gemma ni a ninguno de nosotros el destino nos desvela nunca sus verdaderas intenciones. Da igual que escribamos libros, cortemos el pelo, pongamos cañas, o vendamos langostinos descongelados a precio de oro. 
La navidad siempre viene cargada de regalos, de canciones empalagosas, de cuñados sabihondos, de puestos de churros atestados, y de tarjetas de crédito con olor a chamuscado.
Yo llego siempre agotado a la navidad, tal vez por eso, la observo y la siento  siempre con tanto escepticismo. 
Digo feliz navidad por decir algo. No quiero que me vean como el aguafiestas que soy, pero qué más puedo decirles sino me ha tocado la lotería y mi hígado ronronea como un gato enojado mientras lo están bañando.
A los gatos no les gusta bañarse y a mí no me hace gracia la navidad. Y encima cansado, con un jersey de cuello vuelto, y los mocos colgando. Lo del jersey y lo de mis mocos tiene arreglo, pero fiestas aún quedan para rato.
Feliz Navidad para todos los que no tienen ninguna razón para celebrar la Navidad. Ninguna razón, ni ningún euro, ni ningún trabajo, ni tan siquiera una casa, ni una patata cocida, ni nada de nada. En la Navidad se hacen más evidentes si cabe las grandes diferencias entre unos y otros. Entre los pudientes y los desheredados. 
Ustedes perdonen, en Navidad siempre entro en este estúpido bucle. Probablemente, soy tan imbécil como los de los churros. 

martes, 19 de diciembre de 2017

El maestro Llaby


Sí, lo reconozco, estaba desesperado. Los médicos no me daban ninguna solución ni ninguna esperanza. —No sabemos de qué se trata, pero la cuestión es que de algo se trata…—dijo aquel matasanos, de tres al cuarto, poniendo cara de monaguillo en excedencia. 
Al regresar al coche, algún desaprensivo había dejado una octavilla de publicidad bajo el limpiaparabrisas. 
Maestro Llaby, gran vidente ¨medium¨ competente. Pagar después de resultados. 
El eslogan de la campaña de marketing del Maestro Llaby decía así:
“Soluciono todos los problemas en 72 horas”
Ya no me hizo falta leer más. Era justo lo que necesitaba.
Así que, para hacérselo corto a ustedes, que me consta que siempre tienen mil cosas que hacer y dos mil asuntos por atender, llamé y fui corriendo como el que se quita avispas del culo.
La publicidad, aunque no lo crean, era engañosa. Tuve que pagar antes de entrar para ver al gran maestro nigeriano. Dos metros de nigeriano. La espalda, como un armario ropero de dos puertas. Sus manos, como cuatro de las mías. ¿Quién de ustedes, en un cuarto alumbrado con tan sólo cuatro velas, y un “médium” qué menos mal que era “médium” porque si llega a ser “enterum” me cago en los calzoncillos, no hubiera pagado por adelantado o por quintuplicado?
Cincuenta eurazos del ala, le solté. Pensé que podía haber sido mucho peor. Le conté mis problemas hepáticos. Me miró como quién mira un cuadro de El Bosco a punto de orinarse. Cuando acabé de soltar mi letanía se hizo un silencio enorme. Se metió la mano al bolsillo. Colocó ambas manos a la altura de sus labios, que eran tan grandes y carnosos que parecían de silicona. Sopló tres veces sobre las manos que guardaban algo celosamente en su interior. Rezó algo en nigeriano, o tal vez en algún otro idioma del África profunda. Lanzó unos huesos sobre el tapete rojo de la mesa. Me miró fijamente a los ojos y me preguntó:
—Usted salval si hacel lo que Llaby diga —dijo el médium enterum con voz de ultratumba. 
—Yo hacer todo lo que señor Llaby diga que yo haga —dije usando un castellano versión películas de Tarzán de los años 70.
—Metel cada día una rosa roja pol el culo. Bebel leche diario un vaso del leche de cabra diario con una cuchalada de sangle de conejo de colol negro. Tomal diario al día dos plátanos sin pelal bien veldes. Y por último, y no pol ello meno impoltante, duchalse en las mañanas con agua bien flía y por la noche con el agua muy caliente, restlegando pol todo el cuelpo un ungüento hecho con aceite de oliva y sal gorda de Tolevieja. Con eso usted cural, bien cural —dijo el maestro de la videncia más evidente del África Occidental.
—Adiós señor, Llaby —le dije batiéndome en retirada, tras haber recibido un sablazo en toda regla.
—Usted hacel tratamiento dulante dos semanas y después venil —me propuso el maestro.
—Sí, sí, no se preocupe, volveré pronto…—le dije poniendo pies en polvorosa.
Lástima de cincuenta euros —me dije.
Dispongo del número de teléfono por si gustan… 

viernes, 15 de diciembre de 2017

Rueda, rueda y rueda


Dice mi admirada Amelie Nothomb que se levanta todos los días a las cinco de la mañana y, llueva o truene, se pone a escribir. Tal vez yo tenga que recurrir a esa nocturnidad para poder escribirles con alevosía y con algo más de constancia.
Por la ventana, entre la oscuridad de la noche, algunas luces brillan en la lejanía. Las estrellas centellean tímidamente entre la feroz negrura del espacio infinito. La luna se esconde, escurridiza y esquiva, como pretendiendo no formar parte de este relato. Mientras, afuera hace un frío arrebatador y mi mente rebusca en el teclado las letras adecuadas para escribir algo mínimamente coherente. Y lo que pretendo decirles, aún en pijama y sin haberme lavado la cara, es que se nos acaba el año. Nada nuevo bajo el sol, ya que todos los años se acaban y, nada más finalizar, asoma otro radiante y rampante para que todo continúe su infinita marcha.
Y como todos sabrán, incluso sin haber estudiando en Harvard, es que todo continúa. Los astros siguen girando impasibles a lo que aquí abajo acontece. Nuestras vidas, tan ajetreadas y errantes, continuarán, un año más, su trasiego incesante. Los ajenos a todo deberían de tomarse, por un instante, el privilegio de observar el trasiego de un simple hormiguero para darse cuenta de que nada nos diferencia de esos incansables bichitos, ni de ningún otro.
Yo seguiré vendiendo champús, mi amigo Carlos Pardo seguirá pintando magistralmente, mis hijas seguirán creciendo, los bosques se seguirán incendiando, y los bancos seguirán chupando nuestra sangre sin ningún pudor. 
Tras cada noche de escritura, o de ronquidos, surge un nuevo día cargado de oportunidades. Algunas culturas aseguran que todo está escrito, tal vez con el afán de que dejemos de escribir a los que nos da por desafiar a los teclados a horas tan intempestivas.
Ya se acaba un año que vino cargado de lo mejor y de lo peor, de risas y de llantos, de logros y de fracasos. Disfrutemos con intensidad de los que aún nos quedan por delante.
Esto es lo que hay. Rueda, rueda y requeterueda. Como diría mi otro yo mexicano: “Hasta que se nos ponche la llanta". O como diría un murciano antiguo de los que ya no quedan: “¡Mientras rula, no es chamba!”.

lunes, 11 de diciembre de 2017

Magdalenas sin para seguir con


Dicen que a todos los tontos les da por algo. Tal vez por eso, por mi consabida tontuna, a mí me ha dado por hacer magdalenas sin azúcar, sin lácteos, y sin grasas de ningún tipo. Magdalenas sanas para no morirse nunca, o, al menos, para no morirse de comer magdalenas. 
En el libro que estoy leyendo: "El hombre de las marionetas" del escritor noruego Jostein Gaarder, un señor, que está peor que yo, le da por ir a todos los entierros, con independencia de que conozca al finado o no, y, de ese modo, entrometerse en una historia  ajena como haría un elefante en una cacharrería. 
A mí hija Ana María, tras pasar por una amplia y generosa fase lunar, ahora le vuelven loca los cuentos que tienen a un lobo como protagonista: Los tres cerditos, Caperucita roja, todos esos. Antes la luna, y ahora el lobo, representan, para ella y para nosotros, esa parte fantástica de nuestra existencia. Una existencia en la que a todos, antes o después, nos da por algo.
A mí me ha dado por hacer magdalenas, sin, para poder seguir, con. 
¿Ustedes gustan?

Necesitarán:

Un sobre de levadura ecológica.
Un huevo de las gallinas felices de Jessica.
Un chorrito de leche de avena ecológica.
Un puñado de harina de avena integral ecológica.
Un puñado de copos de quinoa real ecológicos.
Dos cucharadas de miel artesana de Barranda. (Caravaca de la Cruz)
Un boniato ecológico asado.
Una zanahoria ecológica pequeña.
El zumo de media mandarina ecológica.
Un puñado de arándanos secos ecológicos.

Le daremos a todo eso un enérgico meneo con la batidora y lo dejaremos reposar un buen ratito. Después de pasado ese tiempo indefinido... verteremos todo en unos moldes de papel o silicona -yo uso estos últimos-, le daremos 12 minutos de horno a 190 grados. Y a disfrutar se ha dicho. Ya me dirán qué tal de su aventura sin...

Postdata: nunca mido nada....lo siento. Soy un desastre para dar recetas.




viernes, 8 de diciembre de 2017

Mickey death



El pintor mexicano Leobardo Huerta me confesó, hace tan sólo un par de meses en Ciudad de México, que Mickey Mouse, el ratón comequeso más famoso del mundo, había muerto. La verdad sea dicha, tremenda confesión me dejó aturdido; tan aturdido como cuando me pillé la pilila con la cremallera cuando tenía ocho años. 
Ahora, mi sorpresa ha sido mayúscula al descubrir que, en una remota y húmeda plaza belga, los independentistas catalanes han resucitado a Franco. 
Claro, así, dicho del tirón, pudiera parecer que les hablo de dos cosas inconexas, pero para eso estoy yo aquí, para desvelarles las secretas conexiones que acercan a este mundo y al otro. El mundo terrenal con el inframundo. La vida con la muerte. Sobre eso, debo de reconocer que el artista mexicano sabía mucho más que yo. Bueno, de eso y de casi todo, pero a lo que iba, esa es la analogía tan rocambolesca que les intento meter con calzador, y que, si me aguantan ustedes un par de párrafos más, les pienso colocar sin contemplaciones.
Vivir y morir, descansar hasta el fin de los tiempos, o resucitar de un salto como si les hubiese tocado el gordo de la lotería, lectores y lectoras de medio mundo que me agasajan con sus parabienes, les vengo a decir, aunque no se lo crean, que es la misma cosa. 
Usted, sí usted, que me lee en pijama desde Bogotá, o desde Ushuaia contemplado los pingüinos, o en el Cabezo de Torres oliendo a azahar , por poner tres ejemplos, —como bien les podría haber puesto otros cientos de miles, pero para no aburrir les he resumido la letanía— podría estar más muerto que vivo, o más vivo que muerto, y nadie se enteraría. 
Hay demasiada gente muerta en vida que ni tan siquiera ellos mismos saben que lo están. Yo, o usted que me lee ojiplático —y no es para menos—podríamos estar muertos, o ser independentistas, o estar en Ciudad de México pintando en el Día de Muertos, o en Bélgica resucitando a Franco. 
Vivos, bien vivos, o muertos, bien muertos, todos a una como en Fuenteovejuna. 
Lo importante es estar. ¿O será más importante ser? 
Madre del amor hermoso: ¡con William Shakespeare hemos topado! ¿Será por lo del Brexit?
Ven, lectores incrédulos de medio mundo, el arte es capaz de realizar las más insólitas defunciones tanto como las más inesperadas resurrecciones. 
¿A qué no esperaban tanta plástica inmersa entre la cosa política?  Sólo vemos lo que queremos ver…
Pues eso: Mickey Mouse ha muerto. R.I.P.

miércoles, 6 de diciembre de 2017

Afeitado


Me acaricio la cara y no tengo pelos. Seguro que me afeité anoche y ya ni lo recuerdo. Fuera como fuere, no tengo pelo. Cuando no llevo barba de varios días siento mi jeta como el culo de un bebé. Me encantan los bebés —sobre todo cuando no lloran—, y aún me gustan más cuando están dormidos a pata suelta.
En realidad, me estoy dando cuenta, acariciando mi cara imberbe y escribiendo estas líneas sin ningún sentido, que lo que a mí realmente me gusta es la calma. Estar tranquilo y relajado para poder disfrutar de un buen libro, y de una buena música de jazz oliendo a incienso, y degustando un buen café de Chiapas, o de Guatemala, o de la mismísima Nicaragua. De Centroamérica, pero que sea café de la variedad caracol, o caracolillo, como conocemos por aquí a esa variedad de grano pequeño y sabor intenso.
Y ahora que les hablo de caracoles —cuando lo que pretendía era gritar a los cuatro vientos que por fin me he afeitado—, les diré que, esta semana pasada, en un programa de radio, escuché que existen caracoles zurdos. ¿Caracoles zurdos? —se habrán preguntado con asombro tal y como yo hice. Pues sí, han leído bien, existen los caracoles zurdos. Según entendí —no me hagan mucho caso porque yo, en realidad, lo único que pretendía era publicitar, a bombo y platillo, lo de mi rasurado—, los caracoles cargan su concha en el lado derecho de su anatomía, aunque, al parecer, por los caprichos de la genética, o de la biología, o de ambas cosas, o quién sabe si por los arbitrarios designios de alguna otra disciplina que yo ignoro, uno de cada millón de caracoles nace con su concha hacia el lado izquierdo, o sea: zurdos.
Mientras acaricio mi carita imberbe, como el culito de un bebé, juro que cuando llueva -algún día ha de llover- pienso salir a coger caracoles para buscar mi caracol zurdo, como los que se echan a los montes, o a los jardines, o adónde quiera que se echen —si es que se echan— a buscar su trébol de cuatro hojas.
Con caracol zurdo, o sin él. Con bebé llorón, o sin llorar. Con café de Chiapas, o de Colombia. Perdón, ya sé, Colombia no es de Centroamérica, pero su café tampoco es moco de pavo. Con música de jazz, o escuchando la prodigiosa guitarra del maestro universal Narciso Yepes, sepan ustedes que me he afeitado para ir guapo en el avión de Iberia al que me he subido con la muy loable intención de escribirles desde lo más alto.
Y es que con lo que ahorro en cuchillas, en jabón, y en loción, me da para viajar y para otro montón de cosas  que otro día que, como hoy, me de por afeitarme, amenazo con contarles. 
Ustedes, señoras y señores, ladies and gentleman, fieles y menos fieles seguidores de este su blog, se lo merecen todo. Así que, aquí me tienen, escribiéndoles bien afeitadito y oliendo a Varón Dandy. Faltaría más. Por mis lectores, ¡mato!.

sábado, 2 de diciembre de 2017

Maldita apuesta


Reto. Tengo el vicio de retarme continuamente. Compito contra mí mismo en una especie de solitario sin cartas. El reto que me planteo, mientras vuelo desde Milán hacia Kutaisi, consiste literalmente en escribirles algo sin que me estalle la cabeza. Y digo que me estalle la cabeza no porque intuya la inminencia de un atentado integrista en este avión, a lo que me refiero es a la remota, y muy poco probable, posibilidad de que, de un momento a otro, me estalle la cabeza debido a lo mucho que me duele. Así que el reto que asumo con ustedes en tan precarias condiciones —pero ante todo conmigo mismo—, es el de escribirles un relato antes de que me estalle la cabeza y lo ponga todo perdido de masa encefálica. La masa encefálica no se llama así —al menos eso creo—, porque los hombres estemos todo el día hablando con nuestro falo, o sea, hablando en plata: de que los hombres nos pasemos el día hablando con nuestra polla en lugar de estar pendientes de otras tareas más productivas y menesterosas. (Al no estar en horario infantil, se habrán dado cuenta de que he usado la palabra “polla” de un modo peyorativo) 
De todas formas, sea cierto o no que mi cabeza tenga una remota posibilidad de estallar en pleno vuelo, como antaño sucedía con algunas prótesis mamarias; quiero intentar escribirles algo para no perder la apuesta que he hecho conmigo mismo.
¿Que en qué consiste la apuesta? Pues en eso, en escribirles sin que me estalle la cabeza y llene a todo el pasaje de sebo gris. El cerebro, por si no lo saben ustedes—aunque pienso que a estas alturas todo el mundo lo sabe—, está formado por una masa viscosa y grasienta de color grisáceo, atravesada por miles de pequeñas venas que transportan sangre y oxigeno para que las neuronas mantengan su funcionalidad. (Nota del autor: se dice que algunos hombres disponen de una única neurona alojada en su entrepierna, al parecer, ésta les demanda grandes cantidades de sangre y oxigeno lo que les deja el cerebro más hueco que el agujero de un donuts) 
Como les decía, vuelo sobre el Mar Negro, en dirección a Kutaisi, en un vuelo de Wizz, rodeado de gente a la que mi dolor de cabeza le importa tanto, o menos, que la independencia de Cataluña. Sin embargo, pese a la apatía de todo el pasaje, incluso frente a la apatía de toda la tripulación, pese a la apatía, más incluso aún, de toda Europa frente al esperpento político y social que hemos conocido y sufrido como el “procés”, juro y perjuro que a mí me duele mucho la cabeza, tanto es así que no sé qué les podría yo escribir a más de once mil pies de altura para no perder la susodicha apuesta. 
Temo, a estas alturas —nunca vino más propio lo de las “alturas”—, que mi cerebro, aprovechando la coyuntura, se pretenda independizar del resto de mi cuerpo, aunque ello le suponga una terrible asfixia por la irremediable pérdida de riego sanguíneo y de flujo de oxigeno que, de ipso facto, tal situación le supondría.
¿Ven? Esto es lo peligroso de volar de noche sobre el Mar Negro, que uno lo ve todo negro, y durante esa confusión se le puede venir a uno la negra encima. Y ya no sé qué más narices contarles para no perder la apuesta. Miren, hagamos un trato, o un teatro, como quieran llamarlo: mejor retiro la apuesta y aquí paz y después gloria. No fue una apuesta en firme, se lo juro por Snoopy; sólo les planteé un simulacro de apuesta. Qué otra cosa les podía escribir con este maldito dolor de cabeza que me lleva a maltraer. Para apuestas estaba yo…¡Vamos hombre!