sábado, 30 de julio de 2016

Ana María está de vacaciones


Mi pequeña Ana María está de vacaciones. Sus primeras vacaciones. Si ustedes, mis queridos y admirados lectores, la pudiesen ver por un agujerito, se sorprenderían al ver sus ojos camaleónicos: a veces verdes, otras grises, otras color miel, que te miran para interrogarte. Verían sus pestañas largas como una tarde de verano. Repararían en lo generosa de su sonrisa conquistadora. Se fijarían en el precioso angioma que destaca en su mejilla derecha y que le confiere una aspecto aún más simpático. Y es que, mi pequeña Ana María, es un tremendo bichito con dos dientes tan pequeños que se confunden con dos granitos de arroz. Y vino de serie con mechas californianas, y con una aterciopelada piel color arena, y con un sinfín de pipís y de cacotas, y con unas enormes ganas de aprenderlo todo.
Esta mañana, después de saludar a todos los cuadros que cuelgan de las paredes de mi casa como tenemos por costumbre, hemos bajado al salón en el que ella tiene montado todo su reino, y se ha puesto de pie en el mueble de la televisión.
No les he contado que ella ya está loca por andar y que se pasa más tiempo erguida que sentada o gateando. Creo que en menos de un mes ya estará dando sus primeros pasos y toda la decoración de nuestra casa dejará de tener la más mínima importancia. En el mueble del salón ha encontrado el mando de la televisión. A todos los niños les encantan esos artilugios porque, en el fondo, subyace en ellos la necesidad imperiosa de mandar. Pues ella, como les decía, ha cogido el mando, y, por primera vez, ha conectado la televisión. 
Ana María ha reaccionado con el orgullo del que consigue una gran hazaña, y me ha mirado, victoriosa, como si hubiese aprobado unas oposiciones a maestra de escuela.
Luego hemos salido al jardín a escuchar cómo, a esa hora tan temprana, comenzaban a cantar las chicharras avisando de la que se nos venía encima. El perro del vecino aullaba, como hace todas las mañanas a esa misma hora, dando rienda suelta al lobo que lleva dentro, y mi hija me ha mirado, entre sorprendida y asustada, ante tamaña sinfonía matutina.
Y así, de esta manera tan entrañable, Ana María y yo hemos dado comienzo a nuestras vacaciones. Sin duda, unas vacaciones que, para nosotros, serán inolvidables.

miércoles, 27 de julio de 2016

La vida es bella


Ahora que a mí me ha dado por vivir, a muchos otros les ha dado por matar. Los noticieros se han convertido en un catálogo de asesinatos que le ponen a uno los pelos como escarpias. Y Matan alegremente en nombre de Dios, o en nombre del Demonio, lo mismo da. Asesinan a mujeres, niños, homosexuales, negros, cristianos, musulmanes, judíos, mendigos, seguidores del equipo contrario, o a uno que pasaba por allí. Todo vale con tal de matar. Matar al diferente, matar, matar, matar, retumba en la cabeza, constantemente, de los asesinos con ansias de dar rienda suelta a su mezquindad.
Con bombas, con pistolas, con camiones, con cuchillos, con hachas, con lo que sea. Matar y odiar. Matar y odiar. ¡Qué corra la sangre! es con lo que sueñan cada noche, después de echarle de comer al gato, esos energúmenos.
Cuando de pequeño estudiaba el catecismo, me llamaba mucho la atención el quinto mandamiento: no matarás. No vayan a pensar ustedes que eso se quedaba ahí, ni mucho menos. Yo me aterraba pensando en eso: ¿Por qué querría una persona matar a otra? A los ocho o nueve años un niño no tiene capacidad para entender ciertas cosas, y yo sentía mucho miedo pensando en el hecho de que alguien quisiera matarme. Era un cagueta, lo reconozco. 
Desde mi mirada de niño eso de matar lo veía como algo horrible, y ahora, casi cuarenta años después, para nuestra desgracia, los asesinatos acompañan, de manera sobrecogedora, al primer plato, al segundo, y hasta el postre de cada una de nuestras copiosas sobremesas. Los informativos se tiñen de rojo con la misma asiduidad con la que el hombre del tiempo nos anuncia nubes y claros, o que se cierne una marejadilla sobre el Cantábrico, o qué en Murcia la temperatura superó los cuarenta grados.
¿Estaremos normalizando el horror y el asesinato? ¿No estaremos perdiendo la sensibilidad y nos estaremos convirtiendo en erizos de mar?
¿Hacia adónde camina nuestra deshumanizada humanidad?
Exijámonos fraternalmente la paz. Hagámoslo por nuestros hijos.
La vida es bella.

domingo, 24 de julio de 2016

¿A qué estamos esperando?


Albert Camus y Murakami esperan a que acabe con Anna Ballbona. Yo espero a que mi hija Ana María se despierte y por fin pueda quitar el Cantajuegos. Mi padre espera que lo llame. Y España espera gobierno.
Pensándolo bien, todos estamos esperando algo, un algo que en ocasiones sucede y en otras no. Lo importante es esperar.
Yo me relajo mucho en las esperas, ya sea en la tranquilidad recogida de la consulta de un dentista o en el bullicio histérico de un aeropuerto. Esperar bien es un oficio en sí mismo, ya que gran parte de nuestra vida nos la pasamos esperando.
Tengo un amigo que se pasa media hora esperando en el retrete antes de defecar. El pobre espera a su propia mierda como a agua de mayo. Esperar por una buena cagada merece la pena -dice. Esperemos que tanto esperar al nuevo gobierno de España no nos traiga como resultado una gran cagada, como la de mi amigo. 
Hay mucha gente que no sabe esperar y se desespera. La desesperación acarrea muchos más problemas que la paciencia. Ser paciente o impaciente define una forma de ser y, por tanto, condiciona toda una vida.
Yo espero paciente a mis vacaciones. La Escala me espera a mí. Mi novela  "Valdepiedras" espera, durmiendo, el sueño de los justos.
Pese a todo, no se confíen, hay cosas que no tienen espera. He oído decir a mí vecina que se le ha pasado el arroz. Y lo ha dicho tan compungida que me ha hecho dudar. ¿Será bueno esperar o no? ¿En qué quedamos?

sábado, 23 de julio de 2016

Dudas sociológicas de un Neandertal


Quiero reconocer impúdicamente mi neandertalismo: ni veo series en Netflix, ni me interesa lo más mínimo Pokémon Go. Estoy en las antípodas de lo snob, de las tendencias del consumo, y de lo políticamente correcto. Por todo ello, que no es moco de pavo, estoy convencido de que tengo más de Neandertal que de un hombre de nuestra era.
Para terminar de convencerme sobre está hipótesis, me he metido en Google para ver imágenes de supuestos neandertales y, la verdad, a la primera de cambio, se me han despejado todas las dudas.
Sería fácil, no lo discuto, estar a la última. Tan sólo hay que dejarse arrastrar, descargarse lo que haya que descargar, comprarse lo que haya que comprar, bajarse a la calle y ¡ale! a cazar Pokémon. Y hacer quedadas, que no dejan de ser una especie de neomonterías pero sin inflarse a comer cochino, ni fumar habanos. Ahora se fuman otras hierbas aromáticas, pero no estoy a la última en eso tampoco. Me estoy quedando rezagado en esta carrera hacia adelante de la sociología. Debo estar más cerca ideológicamente de la vuelta al campo, del naturalismo, que de un urbanita convencido del alto valor moral y democrático de la sociedad de consumo. 
Los expertos de la cosa dicen que la sociedad de consumo se limita y se corrige sola, que tiene su propia biología basada en el canibalismo: siempre el pez grande se comió al chico, siempre lo nuevo sustituyó a lo viejo, y todo aquello que no se vende no merece ni existir. Los grandes pensadores comparan, de ese modo, el naturalismo con el neoliberalismo salvaje y se quedan tan panchos. Lo peor de este sistema es que todo aquel que no puede consumir no merece existir, y por lo tanto, el maravilloso invento tiene a sus excluidos, sus apestados y sus propios cementerios.
Yo como soy más Neandertal que otra cosa, me van a disculpar, pero no entiendo de la misa la mitad. Es como si la dijeran en latín para que la plebe no se entere pero que siga echando al cepillo, pagando el diezmo, el IVA, el IRPF, y tire sin miedo de su tarjeta de crédito. O es que, tal vez, no haya mucho que entender. O estás con el sistema o estás contra él. O tienes un Iphone 7 o eres un bicho raro. O consumes a discreción o eres un antisistema.
Yo soy un Neandertal pero de los torpes. De serlo sería de aquellos que a lo más que aspiraban era a mancharse las manos con sangre, o con tierra, y dejar marcadas sus manazas en las cuevas para la posteridad, como cuando, de jóvenes, entrábamos en una casa abandonada y escribíamos nuestro nombre y la fecha en la pared, o dibujábamos un corazón en el que poníamos, por poner un ejemplo, Pepe y Juanita.
Sin embargo, por aquella época tan remota ya había modernos, gente rara que iba por delante de su tiempo, y que fueron capaces de pintar algo tan extraordinario como los bisontes de Altamira, o esculpir, de manera premonitoria, a la Venus de Willendorf, como prototipo actual de un cliente de McDonald´s.
Después de todo, no hemos cambiado tanto, unos van por delante y otros vamos por detrás, por lo demás tan sólo estamos más gordos.

lunes, 18 de julio de 2016

El jardín de los muertos vivientes


Desde mi ventana veo cómo se llevan a los muertos. Es raro el día en el que no se llevan a alguno. Ayer no estaban muertos; lo mismo me tropezaba con ellos en el pasillo, o en el comedor, o que en el jardín. Estaban aún aferrados al hilo de vida al que yo misma sigo enganchada sin saber para qué. Días antes, yo ya percibía la presencia de la muerte en sus ojos hundidos y grises. Me hice experta en eso como una zahorí percibe la presencia del agua cuando nadie la ve.  
Por las noches escucho rezos, lamentos, ruidos, llantos, carreras por los pasillos. Duermo siempre con la persiana levantada con la inútil finalidad de que la perniciosa oscuridad de la noche no invada completamente mi cuarto y este quede iluminado, parcialmente, por las luces de las farolas del jardín. El jardín de los muertos vivientes como yo le llamo. 
Sólo una enfermera sabe que lo llamo así. La misma que me compra el tabaco rubio y el perfume cuando se me acaba. La misma que se acuesta con el jardinero, quince años menor que ella, porque su marido no la mira mi cuando van a comer. El hecho de ser una vieja moribunda no me da derecho a oler mal. El olor a tabaco, a una mujer de mi edad, le confiere un cierto toque de modernidad, lo que no deja de ser una tremenda contradicción. ¿Pero no es acaso la vida misma una tremenda contradicción? 
La ultima vez que vinieron a visitarme creo fue alguien de la oficina del catastro. No, no, creo que eran de servicios sociales, o algo así. Qué se yo. Ya tan sólo soy una vieja chocha que espera su ambulancia, hacia el tanatorio, como cuando de joven esperaba el autobús para ir a trabajar a la oficina. Yo era buena en eso. Mis jefes besaban por donde yo pisaba. Disfrutaba con lo que hacia lo mismo que ahora disfruto llevando el archivo cronológico de los decesos de este infame geriátrico perdido en la nada.
No tuve esposo, ni hijos, ni sobrinos porque fui hija única. Estoy más sola que la soledad. Siempre estuve así, más sola que la muerte a la que espero fumando y con los brazos abiertos. 
La artritis psoriásica que me tiene todo el cuerpo recubierto de llagas es el menor de los males que me martirizan. Los médicos no dan crédito a que no les brinde ni un lamento, ni una queja, ni una sola lágrima. Yo, por el contrario, altiva y elegante, como una momia en vida, leo a Murakami y escucho jazz, con mis viejos walkman, fumando en el jardín. Bien perfumada, eso sí; me baño en Chanel nº 5.
La vida es una puta mentira -dijo ayer por la mañana el que se murió anoche.
Seguro que mañana ingresará alguna nueva y llorará toda la noche como el niño que pasa su primer día en la guardería. Siempre es la misma historia. Hasta para morirnos somos poco originales. 

sábado, 16 de julio de 2016

La película de la vida


Un señor de cierta edad arroja migajas de pan a las palomas en un jardín de una zona céntrica de la ciudad, y estas, agradecidas, revolotean como locas a su alrededor. Cuando, de repente, imaginen que aparece en la escena un estudiante de periodismo, y, para más inri, con cara de estudiante de periodismo.
Así se desarrolla la escena.
¡Todos preparados! ¡Cámara! ¡Acción!

-Oiga señor: ¿le puedo hacer unas preguntas?
-Claro, mi niño. Pregunta.
-¿A qué se dedicaba usted antes de jubilarse?
-Era camarero. Del sindicato de camareros afiliado a la UGT. Toda mi vida la pase detrás de una barra.
-¿Y le gustaba?
-Mucho. Lo mejor, sin duda alguna, los clientes. Lo peor, los jefes. ¿Usted ha tenido jefes?
-Aún no, soy estudiante.
-Pues que sepas que el que no te la hace a la entrada te la hace a la salida.
-Es usted un poco exagerado, no cree.
-Jajaja -se rió el jubilado- Ya, ya verás, chiquillo.
-Dicen que los camareros, como las peluqueras, tienen algo de psicólogos -retomó la entrevista el joven aspirante a periodista.
-Algo no, mucho, joven.
-¿Usted tuvo muchos clientes-pacientes?
-¡Y pacientas!
-¿También las mujeres iban a confesarse con usted?
-Alguna que otra.
-¿Y qué le contaban?
-Me contaban lo mal que las trataban sus maridos y lo desgraciaícas que eran.
-Y usted qué les decía.
-Que buscaran soluciones en otro sitio que no fuera un bar.
-Adónde, por ejemplo.
-¡Qué iba a saber yo! Yo era un simple camarero, bastante hacia. Yo no he estudiao ni nada de eso. Unas buscaban desahogarse y otras un recambio, sabe usted.
-¿Un recambio de qué?
-De pareja. Al menos yo tenía un trabajo y las escuchaba, y sus maridos ni lo uno ni lo otro. Yo les debía parecer Robert Redford o Gandi, o como se llamara el indio ese.
-O sea, que de camarero se liga un montón.
-No, no hijo, pero qué dices...De camarero te puedes meter en un montón de problemas como no tengas un buen capote. Todo el que viene te quiere involucrar en sus martingalas, y como no tengas los pies en la tierra acabas para el escombro.
-¿Muchos compañeros suyos han acabado mal?
-Mal no ¡Peor! Ahora no sirven ni para estar escondios. Lastima de hijos.
-¿Le puedo pedir que recuerde lo más patético que le ha tocado vivir tras la barra de un bar?
-Pues así de pronto...recuerdo al conserje de un instituto que se arruinó con las máquinas tragaperras. Se gastó todo el dinero de su familia y, no contento con eso, comenzó a robar en el instituto. Robaba las cosas para venderlas y después denunciaba el robo. Recuerdo a una señora, bien señora, que se vició también con esas máquinas del demonio y cuando se gastaba todo el dinero del mes, se prostituía con los clientes para continuar jugando. Las tragaperras han hecho mucho daño en este país y, dicen las malas lenguas, que las controlaban los amigos del antiguo régimen.
-¿En plan mafioso?
-¡Y yo qué pijo sé! ¿Es qué era yo detective o algo así? Yo sólo era un triste camarero afiliado al sindicato, ¡leches!
-¿Y qué otras cosas absurdas recuerda de esa época?
-Matarse a palos por ser unos del Barcelona y otros del Madrid. ¿Abrase visto algo más tonto que eso?
-¿Algo más?
-Si, lo recuerdo y me duele la cabeza. 
-¿Por qué?
-Algunos padres no llevan cuidado de sus hijos. Ellos iban a lo suyo, a beber y a fumar, ¡alé!, y las pobres criaturicas ahí, abandonaícas. Yo le decía: disculpen, señores, pero no dejen al crío ahí, en ese taburete tan alto, que se les va a caer al suelo. Y, claro, no me hacían caso y ¡zag! los pobrecitos se metían unos piñazos de muy señor mío. Con la cabeza tan gorda que tienen los críos, sabe usted, caían que daba miedo oír el porrazo. Algunos hasta les tocaba salir corriendo para el hospital.
-Por lo visto a un bar llega de todo...
-Ni se imagina, jovenzuelo. Recuerdo que había un profesor universitario, bien parecido, y bien casado, y bien religioso el señor, que tenía un piso franco justo enfrente de uno de los bares en los que trabajé. 
-¿Un piso franco?
-En realidad era un piso franco costeado por varios profesores. ¡Un picadero, coño! ¿Me entiende ahora, o no?
-Sí, claro. ¿Y qué pasaba en ese piso?
-Pues las pobres que no querían suspender, y nos les gustaba, o no atinaban a estudiar, encontraban la manera de aprobar.
-¿En serio?
-¿Es muy triste verdad?
-Mucho. Usted describe una sociedad asquerosamente machista.
-¿Y ahora te enteras, jovenzuelo? ¿Tú en qué país vives? Esto sólo lo cambiaría una gran revolución igualitaria. Pero aquí siempre que lo hemos intentado nos ha tocado perder. Por eso yo sigo aquí haciendo mi revolución en solitario.
-¿Y qué revolución se puede hacer aquí, en un jardín, dando de comer a las palomas? 
-La revolución silenciosa de la que soy propulsor.
-Nunca he escuchado ni leído nada de esa revolución.
-Claro, cómo vas a leer algo sobre mí revolución si la he inventado yo y la mantenemos en secreto los jubilados...
-¿Y en qué consiste esa revolución silenciosa? Deme un buen titular, que esto tiene su miga.
-Si no puedes con tu enemigo, cágate en él. 
-Perdóneme pero no le entiendo.
-¿Y tú qué dices que estudias? ¿Periodismo? Pues te veo trabajando en Burger King.
-No sea así conmigo. Explíquese mejor, por favor.
-En la guerra se cebaban las armas. Yo cebo a mis bombarderos emplumados para que se caguen en todos los balcones y en todas las propiedades del enemigo. Ve todas esas viviendas llenas de ricos y de jefes, pues las estamos cagando desde que me jubilé.
-¿Y es efectivo? 
-¡Yo qué voy a saber si es efectivo o no? ¡Tan sólo soy un jubilado de la hostelería!. Pero mi guerra es menos dolorosa y menos costosa que la del treinta y nueve, así que, en caso de que la perdiera, tampoco pasaría nada.
-¿Y está usted sólo en esto? -preguntó el estudiante.
-¿Ha visto a más jubilados dando de comer a las palomas?
-Sí, a muchos.
-Pues saque usted sus propias conclusiones.

Corten. Corten. Ha salido muy bien. Quince minutos de descanso y seguimos grabando.

lunes, 11 de julio de 2016

Imagen costumbrista


Once de Julio. Ocho menos cinco de la mañana. Un grupo de hombres, de los pocos que habitan en El Caserío de Inazares, se dan citan en el bar El Nogal para ver el encierro de los Sanfermines. La televisión preside el salón y todos esperan expectantes a que de comienzo el ritual cántico a San Fermín previo a cada encierro. Suena el chupinazo. Salen los toros y los cabestros, a todo dar, haciendo sonar los cencerros.
Los hombres se animan apurando sus copas y sus carajillos.
-¡Chacho, mira!
-¡Mira el zaino! Ese zaino tiene mucha mala leche.
-El negro, mira, míralo como embiste el condenao.
-El colorao, ese colorao va a pegar algún susto esta mañana, ya lo verás.
-Ay,ay,ay. ¡La hostia!
-¡Qué bárbaro!
-¡Ay Dios! Ha faltado un pelo para que el zaino enganche a ese mozo.
-Van muy rápidos.
-No, qué dices, están corriendo bien.
-Sí señor. Qué bien van. Van la mar de bien... 
-Hoy sí van bien, no como el otro día, joder.
-¡Qué carrera más guapa! Así da gusto, que se vean buenas carreras.
Los clientes del Nogal miran a la televisión, boquiabiertos, mientras, a cada segundo, va aumentando la tensión.
-Ponme una copa de ponche con un cubito, por favor- le grita uno de ellos al camarero, que contempla el encierro desde el otro lado de la barra.
-A mí ponme otro carajillo, por lo que cueste -grita otro en plan socarrón.
-¡Ay! Se ha caído uno. ¡Son muy flojos estos toros de Jandilla!
-¡Qué van a estar flojos, hombre! es que el suelo está muy mojao y se resbalan los animales.
-¡Dios!. ¡Uy!¡Uy!¡Uy! A ese corredor se le ha aparecido la Virgen. ¿Habéis visto? Ha faltado un pelo para que se lo lleve por delante.
-Ayer noche ganó Portugal la Copa de Europa y se lesionó Ronaldo ¿lo visteis?.
-Déjate ahora el fútbol, copón.
-Aún faltan dos toros por entrar a la plaza. Esos seguro que se han vuelto para atrás y la van a liar.
-¡Hay uno acostado en el túnel! ¡Pero qué hace ese morlaco ahí tumbao!
El cámara ofrece una panorámica de la plaza de toros llena hasta la bandera.
-Eso es lo que les gusta a ellos, embestir al capote.
-Aún falta uno por llegar.
-Ahí viene, mira. Ahí llega el último del día.
Tres minutos cuatro segundos.
-¡Me cago en la leche cana! ¡Qué ganas que tengo de que llegue diciembre! Estoy de moscas hasta las pelotas.
Nada más acabar el encierro, los clientes han salido en estampida del establecimiento. Uno de ellos, con gracejo, ha descrito excepcionalmente ese momento: ¡Ale, cada mochuelo a su olivo!.
Y, al instante, el bar se queda desierto, momento que aprovecha el camarero para recoger las mesas y echar un buen chorro de fly.



sábado, 9 de julio de 2016

Gimnasio Diversidad


Hace tiempo que me di cuenta de que en casa hacia falta un gimnasio y monté una biblioteca. Una biblioteca que se incrementa mensualmente con cuatro nuevos huéspedes, o cuatro nuevos socios, pero que no sudan ni se tiran cuescos.
La semana pasada vino a quedarse la dominicana Rita Indiana, y trajo debajo del brazo a "La Mucama de Omicunlé", y ayer llegó la joven catalana Anna Ballbona, con su opera prima "Joyce y las Gallinas" y, al parecer, las dos se han entendido la mar de bien.
Lo bueno de mi biblioteca-gimnasio mental es que no discrimina entre hombres, mujeres, gays, transexuales, lesbianas, bisexuales, heteros, Obispos con sotana y nada debajo, Militares de carrera en las medias, negros de dos metros, blancos pálidos como el miedo, o amarillos del Imperio del Sol Naciente, como mi admirado Murakami. Todas las nacionalidades son bien recibidas. Todas la religiones son respetadas. Todas las banderas nos sirven igualmente de decoración. 
Mi biblioteca-gimnasio mental se llama Diversidad y no sé si es una pequeña y humilde sucursal de la malograda Torre de Babel o una franquicia de la mítica Biblioteca de Alejandría. Con cada nuevo ejemplar que llega, con cada libro que sale de una imprenta, nos hacemos todos más ricos.
Y qué quieren que les diga, disfruto a diario en mi gimnasio de papel como un niño con zapatos nuevos. 

miércoles, 6 de julio de 2016

Leitmotiv


El leitmotiv de este blog, caso de tener alguno, sería la vida cotidiana. Una vida como la que usted y yo llevamos, sin adulterar, sin trampa ni cartón, y sin más adornos de los precisos.
En una época en la que la apariencia está tan en boga, este tipo de ventanas, que se asoman a lo mundano para darle el valor que se merece, se sienten como a contracorriente, desfasadas y hasta algo cursis. 
Pero qué puedo hacer yo si la mirada de un monje georgiano me motiva mucho más que una moto de alta cilindrada o que un coche de alta gama. Qué puedo hacer si un paisaje inhóspito me provoca tanta admiración como un vergel escandinavo. O si un pueblo abandonado me emociona más que la Quinta Avenida de Nueva York.
La grandeza que encuentro en las pequeñas cosas es, en sí misma, la esencia de este blog. Ese es, por tanto, su leitmotiv. Hay que ver cómo me gusta esa palabra: Leitmotiv. No me digan que no tiene su rollo... A ver, repitan conmigo: LEIT-MO-TIV.

domingo, 3 de julio de 2016

Iasha, el organillero de Kutaisi


Iasha, a primera vista, parecía un simple organillero. O al menos eso pensé cuando lo vi acercarse cargando con esa tremenda caja de música colgada del cuello, como el que carga una pesada condena, y ataviado con aquella ropa tradicional caucásica. Georgia, como el viejo organillo de Iasha, es una caja repleta de historias que nunca dejará de sorprenderme. Y yo, mientras comía en aquel restaurante, rodeado de un paisaje de ensueño, no podía menos que esforzarme en buscar qué había más allá de aquella música antigua, secuestrada en un artilugio de madera contrachapada fabricado en Odesa (Ucrania) en 1820, por un artesano judío de origen francés. 
Los ojos de Iasha, aquejados de alguna extraña infección que los va descolgando y deformando poco a poco, evidenciaban una vida marcada por la precariedad y la subsistencia. Todo lo que tengo es este organillo -afirmaba-. Fue de mi padre, y del padre de mi padre. Esta caja lleva toda la vida dando de comer a nuestra familia. No sé si el organillo es mio o yo soy de él. La simbiosis, a todas luces, es digna de un estudio más profundo del que yo les pueda ofrecer mientras degusto la deliciosa comida georgiana y escucho esa extraña música fosilizada.
Tiene ocho canciones -contaba Iasha, orgulloso- Le doy a la manivela y, ves, resuenan como un mantra. Siempre las mismas ocho canciones, por los siglos de los siglos. Como el agua que cae de esa cascada -comparó el músico señalando hacia la pequeña caída de agua que había en la parte trasera del restaurante-. 
Iasha, cuando accionaba el organillo moviendo mecánicamente su brazo derecho, miraba hacia el horizonte como haría un gran analista político. A cada vuelta, circunspecto, parecía conectar, inconscientemente, con una historia, una experiencia, una escena de las millones que habría vivido ese mágico ingenio desde que saliera del taller de aquel judío francés radicado en el Mar Negro, fuera cargado en la bodega de un barco, y arribara al puerto y famoso balneario georgiano de Batumi.
Nunca hubiera imaginado que aquel organillo representara de manera tan fidedigna a nuestra propia existencia. Siempre el mismo ciclo, siempre accionada por una invisible manivela, y siempre ofreciendo la misma música. Esa exquisita metáfora me acabó cautivando, mientras degustaba un riquísimo khachapuri con un vaso de buen vino casero, ya que, no sé si sabrán, que en Georgia, todas las familias cosechan su propio vino y a nadie le gusta beber del vino que ofrecen en los restaurantes.
Iasha se quejó de que su vida estaba marcada por los borrachos: sólo me pagan los borrachos -explicaba- ¡Tócala otra vez, Iasha! Le decían los soldados georgianos tras la retirada de las tropas rusas que invadieron su pequeño país hace a penas una década. Hasta que un oficial, borracho como una cuba, tuvo el capricho de que tocara desde lo alto de un árbol. Es lo más triste que me ha pasado en este oficio. El organillo pesa mucho y me costó horrores subirlo. Yo tocaba y tocaba temeroso de la reacción de aquel oficial. Nunca sabes cómo puede reaccionar un borracho y menos aún como puede reaccionar todo un batallón de soldados hartos de vino. Los milicianos se marcharon y él pasó toda la noche encaramado a aquel roble centenario sin poderse bajar. Fue una de las peores noches de toda mi vida -confesó Iasha- pensé que me moría de frío. 
Y mientras nosotros comíamos, él no dejaba de accionar aquella manivela; esa manivela que hace sonar eternamente ocho canciones y, al mismo tiempo, quién sabe si a nuestra propia existencia. La vida da muchas vueltas -nos dijo al marcharse-. Y yo, como pueden comprobar, le sigo dando muchas vueltas a esa inolvidable experiencia vivida, hace unos días, a escasos kilómetros de Kutaisi.