jueves, 16 de junio de 2016

El Templo de Poseidón


Siempre que regreso de Atenas, o tal vez por lo mayor que me estoy haciendo, me siento como un Dios del Olimpo. Esta mañana visité, acompañado por mis impagables anfitriones Katerina y Dimos, las interesantes ruinas del Templo de Poseidón, situado en Sunión, a poco menos de una hora en coche desde la capital griega. Las perdices y las urracas, que han colonizado las ruinas, te reciben con un recital onomatopéyico, y junto a una taquillera bien entrada en carnes que te exige ocho euros para permitirte el acceso al recinto, los plumíferos te reclaman comida a cambio de acompañarte, cual rocambolesco séquito, durante toda la visita. Por el interés te quiero Andrés. La cuestión es ganarse la vida a cuenta de los dioses. Yo les rezo a los míos para que las ventas sigan por el buen camino, ya que yo, no sé si lo sabrán muchos de mis lectores, vivo de las ventas de champú y no de escribir novelas maravillosas que no sabría ni cómo comenzar y, sin duda, mucho menos cómo acabar.
Para llegar a Sunión hemos tenido que recorrer un rosario de playas que harían las delicias de cualquier turista poseedor de una buena tarjeta de crédito. Ante nuestros ojos aparecen playas con tumbonas y chiringuitos, playas privadas, pequeñas calas, románticos islotes que se venden a precios módicos, yates de lujo entrando y saliendo de la bahía que conduce al Pireo, modernas granjas flotantes de peces, tabernas y más tabernas repletas de buen pescado con tzaltziki, y vino de la tierra. Tabernas no muy distintas de las tabernas que sus ancestros sembraron en nuestro país, antes de marcharse, y que aún siguen por ahí con su nostálgico cartelito de "tabernas". Si el veinte por ciento de nuestro vocabulario proviene del griego, no menos sucede con nuestra gastronomía. Poseidón, el dios mitológico del mar, creó -y aún permanece en un sustrato latente debajo de patrias y banderas- un país único cuyas riberas están bañadas por el Mediterráneo. Porque, si lo pensáramos bien, Egeo, Adriático, y el más alejado Mar Negro, no dejan de ser hijos menores del gran reino de Poseidón, y, por tanto, miembros de una misma nación de la que hace siglos que desertamos pero que nos seguirá hermanando sigilosamente, queramos o no, hasta que la ranas críen pelo.
Es por tanto el Mediterráneo, de manera soterrada, una gran nación de naciones, una entidad no reconocida pero que comparte una cultura milenaria en la que se aúnan y perciben una forma de sentir, de vivir, de sufrir, de resistir y de crear en la que, todos los que vivimos en los países ribereños de estos mitológicos mares del sur, nos sentimos emocionalmente reflejados.
Claro que, para ser consciente de esto, uno tiene que haber viajado un poco, y haber leído otro tanto, en lugar de estar pensando en pegarse de puñetazos por un partido de fútbol.
Yo planteo esta teoría desde el avión, a diez mil metros de altura, mientras me tomo una limonada con jengibre y la rubia que tengo a mi lado, que lleva doscientos cincuenta tatuajes, colorea sobre una libreta de dibujos que sirve únicamente para estar a la última y no comerse las uñas. 
Me ha entristecido ver como a la estatua de Poseidón, al igual que a Cervantes, le faltaba un brazo. Eso sí, presentaba bien marcados los abdominales y llevaba un peinado con rastas, al más puro estilo afro -tal vez intentando con ello hacer un guiño a los habitantes de sus posesiones del sur- y presentaba unas formas muy estilizadas, como de gimnasio de a treinta el mes. La única pega -siempre soy de poner una pega- la encuentro en su diminutamente desproporcionado paquete testicular y su pequeño pene, el cual, visto sin acritud, me ha parecido poca cosa para un dios de su envergadura. Ese asunto me ha defraudado un poco, la verdad, porque siempre había imaginado que para ser un dios, como Dios manda, había que tenerlos bien puestos y ahora veo que no, que con poca cosa también puede ir uno, por ahí, endiosado.
Conocer el Templo de Poseidón, asomarme a sus impresionantes acantilados, otear desde su altura la inmensidad de ese inmenso mar azul mientras pasaba un yate de lujo valorado en varios millones de euros, me ha causado una gran conmoción. ¡Es el Bentley de los yates! -ha dicho Dimos, que sabe más de cuestiones náuticas que yo, o que hasta el mismísimo Poseidón. 
Como les decía, que me enrollo más que las persianas, visitar este mitológico templo me ha hecho recapacitar sobre el sentido mismo de lo que somos y de lo que queremos ser, y yo, desde este templo, con temple y con cordura, he llegado a la conclusión de que soy lo que quiero ser: un vendedor de champú, y de tratamientos para la caída del cabello, calvo de solemnidad, y con más cuento que Calleja.
Ay si Poseidón levantara la cabeza y viera en lo que hemos convertido sus mares, seguro que, enfurecido, arrojaría contra nosotros una tempestad de padre y muy señor mío. Y entonces, en ese fatídico instante, con el agua hasta el cuello, nos íbamos a creer menos de lo que nos creemos.

14 comentarios:

  1. Desde aquella novela que leí hace dos años no volví por Grecia, hoy por hoy los temas son más modernos y de Nueva York no puedo salir hace seis meses.

    Saludos

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    1. Me quedo con Grecia, amigo. Nueva York no me seduce mucho. Saludos.

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  2. Ya me gustaría ir...

    Un abrazo. Feliz fin de semana.

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  3. Yo , me se la frase diferente "el interes tiene pies" la aprendi de una señora ya de edad ,cuando veia que mis hijos venian a verme,y en cuanto al pene de Poseidon comprobamos que el tamaño no importa,Grecia! me falta conocerla,y caminar por ahi para sentirme una diosa.

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    1. Grecia te está esperando, Maricruz, el mundo nos espera. Saludos.

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  4. Ha sido un paseo fabuloso, donde han desfilado el humor, la crítica social, la nostalgia por el pasado y por un futuro mejor, el realismo, todo en el mismo escrito. Una maravilla no haberte pasado al bando de los que colorean libritos de terapia, ¡los textos que nos perderíamos!

    Saludos.

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    1. Me lo estoy pensando, Taty. Antes, cuando te permitían meter de todo a los aviones yo hacía hasta collages con mis tejeras y mi pegamento. Ahora leo y escribo, que no es poco. Un saludo.

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  5. Hace ya más de una década viaje a New York con la ilusión de visitar el museo de arte moderno. Por la mañana nos levantamos temprano para llegar a tiempo que abrieran las puerta. Para sorpresa nuestra ya había una cola que daba vuelta unas dos cuadras. Mi hijo el mayor tenía apenas 2 añitos, así que era imposible estar en fila por el periodo de tiempo que nos tomaría entrar, la tarifa era entonces de $ 20.00 dolares. Es imposible no ponerse a pensar en lo que un museo de ese tamaño gana al día con los millones de visitantes que debe tener, y todo con las obras de los artistas, que en muchos casos vivieron pobremente en vida. A ellos les toca ver nada del monto en que hemos o algunos mercaderes han convertido sus obras. Total que decidí no entrar en parte por las razones ya mencionadas, y parte porque me entró la fobia a ir abriendome paso para poder acercarme a ver una obra, y sentir la respiración sobre mí mientras estoy tratando de disfrutar unos nimios instantes. ¿Qué ha quedado de una obra de arte en realidad? somos una especie terrible.
    Lo mismo ocurre con los sitios históricos. Tu lo expones de manera divertida.

    Saludos.

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    1. El arte es una gran negocio, de eso no hay duda. A mí me encantan los museos, pero también una pintada en un muro, o los dibujos de un niño afgano. Un abrazo.

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  6. Si Poseidón y otros tantos levantará la cabeza, se pegarían una de golpes en ella, para perder la conciencia, esa que nos falta a la mayoria.
    Besitos

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    1. Lo peor es que somos conscientes pero nos hacemos los locos. Saludos, Inma.

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  7. ¡Ojalá Poseidón desatara sus furias!

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    1. Sí, Dyhego, contra los corruptos, y frente a todos aquellos que odian y matan por afición. Saludos

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