lunes, 28 de septiembre de 2015

Tic-tac


Tic-tac. Tic-tac. El reloj avanza, inexorable. Voy a tener otra hija. Yolanda tendrá una hermanita veinte años después. Mi hermana me pide que organice una misa para mi difunta madre. Tic-tac. Tic-tac. El reloj avanza, imperturbable. Cataluña se pretendía independizar, a pesar de los catalanes, como si la cosa no fuera con ellos. Tic-tac. Septiembre se agota. Messi se lesiona. Tic-tac. Se huele a octubre, a humedad. Las hojas de las moreras amarillean. Los caracoles zigzaguean entre los charcos. Tic-tac. Mi amigo, el pintor Carlos Pardo, entre cuadro y cuadro, toca y arregla pianos. En su taller habita una culebrilla ciega que se perdió, hace tiempo, en el centro de la ciudad. Es como su álter ego. Tic-tac. España encara la recta final de otra legislatura democrática. ¿Demo...qué? Tic-tac. Aún recuerdo la época de Franco. Tic-tac. Tiempos grises como el uniforme que lucía su policía. Tiempos de curas y de letanías. Tiempos de contradicciones. Tic-tac. Ahora también las hay: ¿quién sabe si menos o más?. Ya no se habla del paro. Ni de ETA. Ni de los sindicatos. La crisis se ha abalanzado contra nosotros en una especie de allanamiento de la sociedad del bienestar. Tic-tac. La sociedad del bienestar era un invento de los bancos. Tic-tac. Los países van a crédito, las empresas van a crédito, las personas vamos a crédito: ¿Quién da el crédito? ¿Cuánto crédito les quedará? Tic-tac. 
Todo es cuestión de tiempo y de crédito. El reloj avanza, impasible. El crédito avanza, menguante. Ya no se venden periódicos, ya no se compran discos, ya no se va al cine, ya no se leen libros. La gente, en un alarde de felicidad suprema, ve y come basura. Tic-tac. No hablamos con los que nos rodean y wasapeamos con gente que está en la Patagonia. Tic-tac. Los telecos, sigilosamente, han tomado el poder. En la ONU se sientan juntos Merkel y Zuckerberg. Tic-tac. Los coches que no contaminaban resulta que sí contaminan. Las guerras que estaban lejos resulta que estaban muy cerca. El neoliberalismo resulta que sí era salvaje. Tic-tac. En pleno siglo XXI hay gente que sigue creyéndose mejor que los demás por ser heterosexual y blanco. Tic-tac. Hay personas que se erigen como salvadores del mundo por el hecho de rezarle a no sé qué cuento. El mundo siempre estuvo lleno de salvadores y las playas siguen llenas de salvavidas, y de pateras volcadas, y de niños ahogados. Las guerras no cesan. Cada bomba que se arroja hace repuntar la bolsa en otro lugar del mundo. Tic-tac. El reloj avanza, por pura costumbre. La lucha no cesa, especialmente la de los pobres. Tic-tac. Mi padre prepara su boda. A veces, las cosa vienen a destiempo. Tic-tac. Ana María, mi pequeña Ana María, llega este jueves. Tic-tac. Nunca es tarde si la dicha es buena.

domingo, 27 de septiembre de 2015

Zanahoria, The Culture Club, y el champú de Tahe


Mientras dibujo esta zanahoria, escucho a The Culture Club. Aunque no entiendo ni papa de inglés juraría que significa el Club de la Cultura, o algo así. Yo siempre pretendí convertir este blog en un club de culturetas, pero a lo más que he llegado es a crear un nuevo, y ateo, muro de las lamentaciones. 
Las mías, claro.
Cada uno es como es, y yo soy así: excéntrico para mis ideas, y anárquico para mis métodos. 
Todavía desconozco el motivo que me ha llevado, esta mañana, a dibujar esta jugosa zanahoria; como desconozco los motivos que me han llevado a realizar tantas y tantas cosas en la vida cuando a lo único que yo aspiraba era a ser Agente Forestal. Una cosa es a lo que uno aspira y otra cosa, bien distinta, es lo que, en ocasiones, acaba siendo. 
Últimamente, lo primero que hago al levantarme es prepararme, con mi vieja licuadora, un zumo de salud que no se lo salta un podenco. Le pongo zanahoria, apio, manzana, y un toque de limón. Tras bebérmelo, dejo a Popeye, y a su primo Pau Gasol, en mantillas. 
Murakami me sigue retorciendo el pescuezo a diario para demostrarme lo mucho que aún me queda por aprender. Que mi maestro japonés use champú de Wella -después de lo del fraude de la Volkswagen- me ha trastocado un poco; lo mismo que su obsesión por desayunar en Dunkis Donuts. Le desaconsejo tanto lo uno como lo otro, pero él, ni caso. Yo uso champú de Tahe -que es producto nacional- y, después del zumo de zanahoria, tomo un café con leche bien caliente, endulzado con miel de azahar, y un pastelillo murciano de cabello de ángel.
Estas delicatessen de mi tierra, por desgracia, aún nos las conocen por Japón. El pastelillo de cabello de ángel tiene la propiedad de hacerte levitar tras cada ingesta. Lo que me he preguntado, a este respecto, en más de una ocasión, son todas estas cuestiones: ¿Adónde quedará la peluquería en la que le cortan el cabello a los ángeles? ¿Lo harán con cita previa? Y qué champú emplearán: ¿Será de Wella o de Tahe? Porque, lo que es en ese detalle, Murakami y yo, no encontramos la forma de ponernos de acuerdo.

sábado, 26 de septiembre de 2015

Jueves


Escribo en este blog terapéutico, desde hace no sé cuántos años, para redimir mi condena. Con cada nueva entrada expío mis faltas, y mis errores, y mis debilidades, en una búsqueda incansable del perdón. Intento redimirme con el mundo mediante la trasmisión de la fe humanista en un mundo deshumanizado. Lucho por propagar el valor de la autenticidad en una sociedad dominada por la apariencia. Abogo por la cultura como único cimiento de nuestro futuro. Y, por todas esas luchas intestinas que abandero, mi hígado se inflama y mi colon se irrita para beneficio y regocijo de las celulosas.
Y, entre tanto, espero nervioso a que llegue el jueves. Este jueves primero de octubre, cambiará de nuevo mi vida. De hecho, la vida, nuestra vida, siempre está a punto de cambiar inclusive cuando no somos conscientes de ello. Este próximo jueves, llega, por fin, Ana María. 
Veinte años después, nuevamente, seré el hombre más feliz del mundo.
Pese a todo, la vida me sigue queriendo. Parece mentira, pero la madre naturaleza, en un acto supremo de generosidad, me regala más vida.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

A quemarropa


Malvivíamos en el Barrio Chino de Barcelona. Poco teníamos que perder que no hubiéramos perdido ya. Entramos. El garito estaba lleno de humo procedente del tabaco y de otras hierbas más aromáticas ávidas de combustión. De música de fondo podría sonar algo de jazz, con viento y cuerda, o mejor sin cuerda. Aunque sin cuerda no sé si se podría hacer buen jazz. Seguro que sí, pero yo que sé. Dejemos la cosa en paz. Sonaba la banda de Woody Allen. Al dueño del local le iba el rollo cinematográfico, las galas de los Oscar, y de los Goyas, las alfombras rojas, y toda esa parafernalia. Iba de ese palo. Por lo visto, hacía casting con chicas con ganas de hacer películas quitándose la ropa a la primera de cambio, o con más hambre que el perro de un ciego. Iba de promotor, en plan guay.
Nosotros estábamos en una mesa apartada de la barra. Casi en penumbra. El dueño no tenía ni idea de quienes eramos, ni de a qué veníamos. La música, fuera cual fuera, llegaba hasta nuestros oídos suave y aterciopelada. El dueño del antro estaba en la barra hablando con una de sus nuevas víctimas, a las que filmaba con una cámara de super ocho, que había comprado en Andorra, y por la que había pagado menos de cincuenta mil pesetas. 
Luego trapicheaba con las cintas con sus clientes más allegados y ganaba más dinero con eso que poniendo cafés y cubatas de garrafón que te reventaban el hígado. Los clientes nunca supieron que era él mismo quién las filmaba, pero yo sí lo sabía.

-¿Has traído lo que te pedí? -pregunté a Joan.
-Sí. No ha sido nada fácil, pero aquí lo tengo. En el Barrio Chino, teniendo dinero, se consigue cualquier cosa - respondió.
-¿Cuánto has pagado por él? -quise saber.
-Mil duros -exclamó.
-Sabes que no me gusta que me hables en duros, háblame en pesetas, por favor -le pedí.
-Cinco mil pesetas -me aclaró.
-¡Ah! Pues no es mucho. Pensé que sería más -le confesé.
-Yo sé comprar. Otra cosa no, pero comprar siempre se me ha dado bien -presumió Joan.
-A ver... déjame verlo.  Estoy tan ansioso que me pica el dedo. ¿Lleva lo que tiene que llevar? -le consulté.
-Sí, viene bien cargadito de truenos -me aseguró.

Entonces fue cuando Joan sacó una caja de la bolsa de deporte que portaba y me entregó el encargo. El objeto venía envuelto en plástico. Lo quité. Después tenía un segundo envoltorio de papel. Lo quité. Y ante mí apareció aquel revólver, más viejo que Cascorro, pero aún capacitado para zanjar una deuda entre caballeros. 

-¿Van las seis balas? -quise asegurarme.
-¡Qué sí,coño!. Compruébalo tú mismo -me respondió.
-Prefieres quedarte a ver el espectáculo o te marchas ya -le planteé a Joan.
-Mejor me quedó aquí a ver cómo se da el asunto. Nunca se sabe cómo pueden acabar estas cosas... -contestó.

Sin más preámbulo, me dirigí a la barra como el que se dirige a una charcutería. La chica acabada de terminar la entrevista y se guardaba en el bolso el miserable anticipo que solía dar a las chicas antes de cada grabación. 
El del bar se percató de que me aproximaba. Se dio cuenta de que mis ojos no miraban por mirar. Creo que le dio tiempo a orinarse encima. El ambiente estaba tan cargado como un tren de mercancías. El jazz sonaba a réquiem.

-¿Recuerdas a Nuria, la rubia que lleva un colibrí tatuado en el culo, y que ahora disfruta toda la ciudad? -le pregunté, mientras mi mano rebuscaba, en la parte de atrás de mi pantalón, el viejo revólver cuya mortífera leyenda estaba a punto de reestrenar. 
-Ni idea. No sé de qué me está usted hablando -dijo con los ojos abiertos como platos.
-Sí. Sí sabes. Claro que lo sabes...La chica que contrataste para limpiar por la noches y que acabó siendo una de tus estrellas más rentables.
-No sé de qué me está hablando. Creo que te equivocas -me dijo con el rostro descompuesto y la voz temblorosa.
-No. Nada de eso. Tú fuiste quien se equivocó, y los errores se pagan.
Y, sacando el arma, le descerrajé seis tiros a quemarropa. 
Lo confieso: nunca fui un gran conversador. A veces me sobraban las palabras, y en otras, sin embargo, me faltaban. No sé, a santo de qué, salgo yo ahora contando esta historia que pasó hace tanto tiempo. El otoño me llena siempre de nostalgia.
Años después, Nuria se cansó de mí y se casó con un prejubilado de la banca que tenía cincuenta y cuatro años, y un apartamento en Torrevieja. Era uno de los clientes del garito que más cintas compraba.
Yo aún conservo el revólver. Y confieso que también alguna cinta.


domingo, 20 de septiembre de 2015

A través de las barricadas


En esta vertiginosa búsqueda del nirvana, o del no se qué, en la que ando enfrascado por obra y gracia de mi admirado Murakami, he llegado hasta los británicos de Spandau Ballet. Y, ¡ay amigos!, esto ya es otra cosa. Con "True", este grupo, sin duda alguna, escribió uno de los temas más bragueteros de los últimas décadas. Esta mañana, todo ha sido escucharlo, y ponerme tierno que el agrillo. Una copa de cava, todo a media luz, y sonando esta música de fondo, y, les digo yo a ustedes que no hay gachí que se resista. Murakami, por lo que veo, sabe mucho de estas cuestiones del cuerpo a cuerpo. En el fondo, en toda esa maraña de psicoliteratura que escribe para ganarse la vida, lo que hay es un galán en toda regla. Un tipo que escucha "Through the Barricades" (A través de las barricadas, para entendernos) y no triunfa como Joselin de Ubrique es porque le falta un hervor, o tiene flojo el muelle. Al escuchar ese tema los pelos se me han puesto como escarpias.
Lo que estoy aprendido con Murakami vale mucho más que la fortuna que me estoy dejando en la FNAC comprando todos sus libros. Lo único que tengo que recriminarle, al maestro del país del sol naciente, es que use champú de Wella en lugar de usar el de Tahe que es mucho mejor...¡si lo sabré yo!
Y ahora pongo "Gold" y ni les cuento. Entre YouTube y Murakami mi bagaje musical está mejorando a pasos agigantados. De aquí a unos cien años seré una de las calaveras más ilustradas del cementerio...Lo que van a disfrutar mis huesos.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Ayer


Ayer. Miren esa palabra. Es una palabra determinante. Estúdienla. Piénsenla. Medítenla. ¿Qué les sugiere ese "ayer"? Ayer. Ayer. Ayer. ¿Ayer tarde o ayer mañana? ¿Ayer cómo un todo? ¿El ayer cómo un debe o un haber?. 
Ese ayer, cargado de melancolía, podría representar cómodamente tanto al pasado inmediato como a una vida entera. Y lo haría sin despeinarse, como hacen las palabras con categoría. El ayer esconde, en sus cuatro letras, muchas cosas que habitan dentro y fuera de nuestra piel. Hay quién vive en un eterno ayer, anclado en el pasado, en lo que pudo haber sido y no fue. Anclado en el camino que no quiso tomar, en el tren que dejó marchar, en el error, o en el acierto, que siempre aflora tras cada decisión y que luego es un ayer. Y otro ayer...
Ayer como soporte, como base, como arma arrojadiza, como medicina, o como perdición.
Ayer: nuestra verdad escondida, nuestra hipoteca vital, nuestro yugo de condena, nuestra única patria potestad. El suelo que pisamos. La herencia que perdimos. El ansia que arrastramos. Todo viene del ayer. Lo que hicimos y lo que dejamos de hacer. Lo sufrido y lo gozado. Lo ganado y lo perdido. Las renuncias. Las medias verdades con sus medias mentiras. Ayer...
El tiesto en el que estamos plantados. 
Eso es el ayer. El ayer que lo pudre todo, o lo hace florecer.

martes, 15 de septiembre de 2015

Duran Duran, y ustedes dirán...


Murakami, ese japonés que me marca el paso a través de un misterioso mapa musical, me ha llevado hoy hasta los británicos de Duran Duran. De no ser por YouTube nada de esto sería posible. Pincho Ordinary World y ante mis ojos aparecen imágenes de otra época. El tema lo conozco porque yo soy de otra época. Murakami también. Pincho Come Undone, el video está filmado en un acuario repleto de tiburones. En el traductor de Google pongo Come Undone y me dice que significa "Deshecho". El vídeo avanza y aparece un hombre con un corpiño rojo, que no le queda nada bien por cierto, pintándose los labios frente a un espejo. Las imágenes se entremezclan dentro y fuera del acuario. Deshecho. No lo entiendo. 
Pincho Save A Prayer. La misma estética. No conozco el tema. Parece filmado en las costas de Zanzibar. Pienso que nunca he estado en Zanzibar, sin embargo, no sé por qué, juraría que se trata de Zanzibar. Suena bien, Zan-zi-bar. Suena mucho mejor que la canción. Una pareja baila en un salón; ella luce un vestido corto rojo y él lleva un traje blanco muy hortera. ¿Qué significará esto?. Busco irremediablemente en el traductor de Google. El oráculo dice: "Salva a un creyente". Después de ver el vídeo he dejado de creer. Ya no creo en nada, salvo en Murakami. 
Por último, pincho en The Wild Boys. "Los chicos salvajes". Es cierto, los chicos son siempre algo salvajes, al menos en mi época lo eramos. Este tema sí que lo conocía. Sonó mucho en la radio en los años de María Castaña. 
Hastiado, abandono el mapa musical por hoy y sigo leyendo la novela.
El hombre carnero me ha recomendado que baile. La solución está en no dejar nunca de bailar. Si te paras, mueres. Así que, discúlpenme ustedes, pero me voy a bailar un rato con Duran Duran. ¡Qué pelazos! !Qué estilo! ¡Qué envidia!

domingo, 13 de septiembre de 2015

Orgía de momias


Esta tarde, mientras pensaba en las momias de Guanajuato, como el que piensa en el Barsa o el Madrid, me ha dado tremendo dolor de cabeza. Supongo que ustedes nunca habrán experimentado está compleja situación. Es normal, no a todo el mundo le da por pensar, un domingo por la tarde a la hora de la siesta, en las momias de Guanajuato. Tal vez, el dolor de cabeza tenga algo que ver con lo inoportuno y a destiempo de mis pensamientos. La Organización Mundial de la Salud desaconseja pensar en cualquier tipo de momias a la hora de la siesta. Y de no ser así se lo debería de plantear. Nunca hubiera imaginado, la verdad, que aquellas pobres momias modernas de Guanajuato pudieran afectarme de este modo tan inesperado y tal día como hoy.
Recuerdo especialmente a dos momias, bueno a tres, pero la tercera aún está viva. La primera, en realidad, era un momio que conservaba aún los pantalones puestos con el cinturón desabrochado y la bragueta bajada. Ese momio es el que, con más asiduidad, me acude a la cabeza los escasos domingos en los que intento dormir un rato la siesta después de comer, y algunos días en los que sufro en silencio las travesuras de mi colon irritable. Ese momio y yo, tenemos en común -estoy convencido de ello-, dolencias intestinales de diversa índole y pronóstico reservado. Y la momia, gorda como ella sola, que se despertó en la caja y pereció, por segunda vez, intentando salir de la tumba, es la que me persigue habitualmente en los sueños de cualquier noche de truenos.
En los días de insomnio, previos a salir de viaje, se me aparecen las dos, y entonces ya ni les cuento lo que me hacen sufrir con sus escarceos amorosos.
Un falso guía que contrate para visitar el museo, -el falso costaba la mitad que los guías auténticos y era más simpático-, me contó que el momio desbraguetado, y la momia gorda que se despertó en la tumba dos días después de que la enterraran, estaban liados. Ahora, doscientos años más tarde, y sin que lo sepan en México, formamos un trío de mucho cuidado. 
De la momia que está viva hace bastante tiempo que no tengo noticias. Seguro que está esperando a morirse para fastidiarme también durante las siestas domingueras. Pero, entonces, eso ya no sería un trío, ya estaríamos hablando de una orgía en toda regla.

sábado, 12 de septiembre de 2015

Primer cuento para Ana María



El ratón Cito es muy chiquito. Siempre va enchufadito. Corre que se las pela arrastrando su cable en busca del queso, al que le tiene embeleso. 
El ratón Cito es muy chiquito. Siempre sale enchufadito. Corre que te corre huyendo del gato Gerardo que lo persigue para tirarle un petardo.
El ratón Cito es muy juguetón y chiquito. Siempre vive enchufadito. Si quieres jugar con él, tendrás que dormir un ratito.
El ratón Cito es muy chiquito. Siempre juega enchufadito. Corre tras las niñas guapas que comen sin apetito.
El ratón Cito es pero que muy chiquitito y de tanto que corría se quedó sin batería; mientras te comes la merienda lo enchufamos un ratito, mi pequeña Ana María.

jueves, 10 de septiembre de 2015

Ejercicios de Kegel


Recuerdo una infinita alfombra de asfalto. El cielo engalanado de azul, sin reparos. Azul de verdad, como de cuento. Alguna que otra gota de lluvia perdida sobre el parabrisas. Miles de insectos kamikazes estrellándose contra el vidrio. Música de Juan Luis Guerra alternándose con los programas informativos de la Cadena Ser. Por delante, kilómetros, y más kilómetros, como para desesperar al Santo Job. Y yo conduciendo.
Mientras conduzco, me saco bolitas de la nariz; hago, cada media hora, ejercicios de Kegel -con el culo- para fortalecer mi próstata, y pienso. Pienso y reparo en muchas cosas, no se vayan a pensar que no. Pienso en lo que veo y en lo que aún me queda por ver. Conduzco debatiendo conmigo mismo ideas descabelladas por las que nadie daría un duro. Pero los duros son algo de tiempos pretéritos. Otro ejercicio de Kegel. Y otro.
De joven tuve un entrenador al que llamábamos el seis pesetas porque se pasaba de duro. Yo soy un duro blandengue y mantecoso, nada que ver con él. Lloro más que una plañidera en el entierro de un alcalde pedáneo.
Pero no sé a qué viene todo esto si yo lo que pretendía contarles es que ayer me tocó conducir desde Murcia a Gijón, atravesando todo España, como el que se quita avispas del culo. Otro ejercicio de Kegel. Y otro. Pruébenlo, va muy bien.
Vi, veía, montones de pájaros. Por un defecto de forma, mientras conduzco, me fijo mucho en todo bicho viviente. Me fascinó, ver volar sobre mi cabeza, un enorme grupo de cigüeñas, cosa, dicen, que trae buena suerte. Más adelante, cuatro pueblos después para ser más exacto, se me cruzó un gato negro, cosa, dicen, que trae mala suerte, así que no supe qué pensar, y dejé de pensar por un lapso de cinco minutos que se me hicieron eternos.
Vi, veía, a un montón de milanos revoloteando alrededor de la autopista a la espera de la carne fácil que les proporcionan los atropellos. A los milanos, por lo que intuyo, les va mucho la especulación:¡son unos modernos!. 
Vi, veía, a muchos animales atropellados: lechuzas, mochuelos, garduñas, zorros, conejos, erizos, y hasta una culebra de dos metros y pico. Miles y miles de animales sucumben a diario bajo las ruedas del progreso sin que les de tiempo a decir ni pío.
Yo quemo gasoil, sin remilgos, como el que quema el humo de un cigarro a sabiendas de lo que vendrá después. La naturaleza, y nuestro propio cuerpo, tienen unos límites que no deberíamos de sobrepasar. Hasta la provincia de Albacete tiene sus límites -suele decir, sabiamente, mi amigo Javier Peñalosa.
Mi coche, por ser alemán, nunca se cansa, pero yo sí porque no soy alemán, soy del sur; del sur de Europa y del sur de España, ya más del sur casi no se puede ser. Paso los peajes por el lado de los que llevamos siempre prisa, y un distintivo automático muy chulo, y no paro ni para orinar. Bueno, eso sí. Orino en las cunetas, con los brazos en jarras, y mirando concienzudamente la parábola que realiza el caño espumoso de mi meada. Los ejercicios de Kegel hacen que mi meada sea más espectacular y esta sensación acrecienta mi masculinidad. Siempre me pregunto: ¿cómo puedo mear cerveza si, por ser alérgico, nunca bebo? Y sale con su espumita y todo...
Después, realizo unos breves, pero intensos, estiramientos y me encajo de nuevo en mi bólido rumbo al norte. Y otro de Kegel. Y otro. Y así decenas.
Los del sur vemos al norte como algo bucólico y, me consta, que a los del norte les pasa lo mismo con el sur. Siempre anhelamos lo que no tenemos. Yo tengo de todo. Sí, lo sé, soy un tío con suerte, y que no se conforma con nada, por eso, acelero y me voy de acá para allá en busca de un no sé qué que me tiene a maltraer. Hay quién dice que soy un ansia viva, pero eso no es así; lo que a mí me pasa es que me gusta conducir, y hacer kilómetros, y más kilómetros, y conocer gente, y mundo, y ver pájaros, y todas esas cosas que no vienen al sofá de la casa de uno como no tengas narices a salir a buscarlas.
Otro ejercicio de Kegel. Y otro. Si vieran como tengo de duro el pubocoxígeo... Los ejercicios de Kegel son ideales para la próstata y, encima, ponen el culo duro. Menudo tuvo que ser ese Kegel. Y otro. Y otro...

domingo, 6 de septiembre de 2015

The Human League


O Murakami acaba conmigo, o yo acabo con él. Este japonés, procedente del mundo de la hostelería, me tiene dominado por culpa de Elena Marqués, a la que no tengo el gusto de conocer en persona. Ella me lo metió en la sangre a través de una simpática analogía que escribió sobre uno de mis sencillos relatos y no pararé hasta encontrarla para pedirle daños y perjuicios. Lo demás ha sido coser y cantar. Bueno, y leer, mucho leer.
Pero este no es el problema. El problema se ha creado así mismo. O sea, yo me lo he creado, pero no sé muy bien cómo explicarlo. Ni tan siquiera sé si todo esto tiene una explicación lógica. Dudo que la tenga, más allá de estar perdiendo el juicio, si es que alguna vez lo tuve.
Lo último es que me ha dado por crear un mapa musical con todos los temas que describe mi amigo Haruki en sus novelas, y en esa búsqueda desenfrenada que me llevó a rastrear toda la historia del jazz, he llegado a darme de bruces con los británicos de The Human League, y la cosa tiene su miga. En concreto a su tema Don´t You Want Me. He visualizado el video en YouTube unas doscientas veces. He intentado descifrar su mensaje a través de la iconografía murakaniana, y de los tres kilos de sushi que consumo a la semana, y no he sido capaz de llegar a conclusión alguna. Pero, no por eso, he tirado la toalla, ni, tampoco, el sushi que me sobró anoche.
Yo recordaba esa canción de la Liga Humana, -vamos a dejar el inglés para los ingleses que se les da mucho mejor que a mí- de mis años de juventud. Recuerdo que, por aquellos tiempos, yo lucía un flequillo lacio y rubio como un escandinavo del sur. Quería ser futbolista de los de ganar muchas pelas y tener un Porche Panamera, como mi vecino el ciclista Alejandro Valverde, y una novia modelo, o mejor dos. Pero de futbolista no valía, y lo dejé cinco minutos antes de que me echaran, como se despide la gente con categoría. Una retirada a tiempo es una victoria. Me quede sin Porche, y sin modelos, pero mantengo el tipo vendiendo champús y tintes para el cabello. La Champion League perdió a una estrella y la peluquería ganó a una fiera de la venta cuerpo a cuerpo. 
Y todo esto lo he elucubrado observando, en pleno éxtasis, los vídeos de La Liga Humana. Y no es para menos, se lo aseguro.
Este Murakami, desde luego, tiene unas cosas...

Llueve y cuento caracoles


Mientras escucho y huelo a la lluvia, pienso que existo. Los caracoles acechan con sus cuernos mi osadía literaria, como lo haciera un miura con un infeliz novillero con olor a nuevo, y a cornada, y a sangre, y a enfermería. El olor a nuevo excita a las fieras. El nuevo, el novato, es una presa tan fácil como codiciada. Me siento como un escribiente de reemplazo que desconoce la ortografía y las demás reglas elementales de este juego llamado escritura, y al que otros llaman vida. Escribo con hemorragia, a borbotones, con más fuerza que destreza, y con más nervio que ciencia.
Escribir, sin prescripción facultativa, es una mala medicina; agudiza los síntomas de la nostalgia como un altavoz: los enerva, los distorsiona, los amplifica, los vocea, y los transforma en un detritus literario de difícil comprensión para los neófitos en la materia de lo incomprensible y de la divagación. 
Tan incomprensible como la nostalgia que siento cuando llueve. Y cuando su característico olor inunda mis fosas nasales. Y cuando, veinte años después, dentro de unos pocos días, volveré a ser padre. 
A los niños les gusta jugar con la lluvia y con los caracoles. Hace veinte años tuve una hija preciosa con el pelo lleno de caracoles de oro. Veinte años después mi vida se inunda nuevamente de agua, y de nostalgia, y me regala otra hija que vendrá preñada de caracoles y de historias jamás contadas.
Esto me lo ha confiado la lluvia esta mañana para aliviar el incendio vivo de mi ansiedad. 
Mientras llueve, y cuento los caracoles que zigzaguean entre los charcos, espero no sé qué mirando por la ventana. 
Siempre vivimos esperando que suceda algo, porque, queramos o no, al final, siempre hay un algo, aunque en determinadas ocasiones lleguemos a pensar que ya no hay nada. Siempre hay algo ahí para nosotros, esperándonos, acechándonos, aguardándonos, como la lluvia, que llega cuando menos la esperamos y casi nunca cuando la estamos esperando. 


jueves, 3 de septiembre de 2015

Era Kafka en la orilla, maldita sea


Según para qué cosas soy muy indeciso. Y una de las dudas existenciales que más habitualmente me atormenta se me genera a la hora de comprar un libro. En ocasiones, me paso más de media hora en la librería ojeando títulos, mirando portadas, solapas, contraportadas, ilustraciones, hasta que la decisión se convierte en un hecho, y el libro, colgado de mi brazo, como el que porta un arma homicida, llega hasta la caja, y de ahí sale disparado hacia mi mundo interior.
Es por tanto ese proceso algo místico y misterioso que no se ejecuta con unos parámetros preestablecidos, sino únicamente a través de un hecho casual e inexplicable provocado por una reacción química desconocida para la ciencia. 
Y en eso estaba ayer, en una enorme librería de moda, cuando pasó lo que les voy a relatar:
Aunque soy un indeciso que ronda los cincuenta, tengo ojos en la cara. Con una dioptría en el derecho, y una y media en el izquierdo, pero, por suerte, llevaba puestas las gafas. Ella no debía superar los veinticinco. Merodeaba a mi alrededor, como hacen los gatos con sus dueños a la hora de comer. Yo no le daba importancia porque estaba plenamente convencido de que esa chica ni había reparado en mí, más allá de regalarme algún vistazo para cubicar mi volumen anatómico forense, y calcular, a grosso modo, mi cada vez más generosa longevidad.
Pero todo cambió cuando cogí el libro Baila, baila, baila, de Murakami. Entonces ella me miró fijamente y me regaló una sonrisa en cinemascope. Claro, yo miré a mi alrededor pensando que, a lo mejor, la chica en cuestión era bizca y, en realidad, estaba sonriendo a algún chaval recién salido del gimnasio, pero no. Allí sólo estábamos Murakami y yo. Y ella se acercaba a mí. Y cuanto más se acercaba más nervioso me sentía. Así que me encomendé al escritor nipón, como un torero se encomienda a San Judas Tadeo, o a la Virgen del Pilar. Y para más regocijo de mis prejubiladas hormonas, me habló:

-Hola, Mura -me dijo. ¿Has quedado conmigo, verdad?...

Pónganse en mi lugar, mis escasos y adorados lectores: yo cincuenta años, ella veinticinco. Yo feo como el miedo, ella bella como Scarlett Johansson en sus mejores tiempos. Así que tras una espontánea estadística realizada en dos coma tres milisegundos, en la que sopesé los pros y los contras de la decisión que irremediablemente sentía la obligación de pronunciar, le dije: "tal vez".

-¿Cómo que tal vez? ¿Eres Murakami o eres un impostor? -me preguntó con cierta picardía.
-Soy Murakami. ¿Acaso lo dudas? -le dije obsequiándole una mirada, segura y firme, como la de un dentista antes de sacarte la muela del juicio.
-En la foto te veía más joven- me dijo, frunciendo el ceño, para ratificarse en su más que notoria confusión.
-La retoqué con el photoshop. ¿Todo el mundo lo hace, o no es así? -le expliqué con confianza. Tú, sin embargo, pareces menor, y eso es lo que, por un momento, al verte llegar, me hizo dudar de que fueras tú.
-¿Y por qué llevas ese libro en la mano? -me preguntó, desconcertada.
-Es que no lo he leído; debe ser uno de los pocos títulos de Murakami que no he leído todavía -le dije adentrándome cada vez más en el resbaladizo terreno de la especulación.

Ella, me miró fijamente, como el que mira los despojos de cordero en la vitrina de una carnicería, y se abalanzó sobre la estantería en la que estaban todos los ejemplares de Murakami, tras lo cual, me miró con cierto rencor.

-A ver, listillo: ¿qué libro deberías llevar en la mano? -me preguntó en un tono inquisidor. 
-No lo recuerdo; créeme, estoy tan nervioso que me he quedado en blanco, te lo prometo -le respondí, mientras me daba cuenta de que el libro era la clave secreta de aquella cita a la sombra de lo más actual de la literatura universal.
-Eres un impostor. ¡Tú no eres el Murakami que yo busco! Eres un enfermo y un baboso.
-¿Qué libro me dijiste preciosa, recuérdamelo, por favor? -le pregunté en un postrero intento por evitar su inminente y dolorosa fuga.
-Kafka en la orilla, embustero. ¡Era Kafka en la orilla!.
Y dicho esto, salió de estampida de la librería como si huyera del mismísimo demonio.
Tras su marcha, instintivamente, agachando el lomo sobre la estantería, pude comprobar como Kafka en la orilla estaba justo al lado del libro que yo, curiosamente, acaba de coger. 
Tan sólo un centímetro me había privado de tan increíble e inesperada aventura. Tan sólo un centímetro...¡por el amor de Dios!. ¡Qué poco duran los sueños!