domingo, 30 de agosto de 2015

Calma



Después de la tormenta siempre llega la calma. Ahora, después de la avalancha de visitas de ayer, todo está en calma. Hasta el piar frenético de los pájaros parece que se hubiera moderado. Tan sólo escucho el zumbido de mi viejo laptop, y, paradójicamente, ese sonido, casi de insecto, me conecta con el wifi de mi yo interior. 
La calma y el zumbido ejercen de claves de acceso a un mundo paralelo en el que los recuerdos, los sentimientos, y las emociones, mantienen un orden distinto al preestablecido, al reconocible, al que todo el mundo conoce. 
Esta mañana escribo enfrentado a esa dualidad. Siento ese desdoblamiento con la naturalidad con la que una abeja se acerca a una flor, o un arqueólogo minutos antes de enfrenarse ante un importante hallazgo capaz de tirar por tierra cientos de libros de historia. 
Escribo para descubrirme y para confrontarme. Escribo para ponerme a prueba y para rebelarme. Escribo por profilaxis, por empecinamiento, y, en ocasiones, hasta por desesperación. Escribo más como medio que como fin.
Escribo, en calma, saboreando el placer que provoca el contacto de cada tecla en las yemas de mis dedos; anhelando descubrir la secreta partitura del sonido que emite cada texto; soñando con personas desconocidas que encuentran algo leyendo lo que escribo y que ni yo mismo entiendo.
La calma y el zumbido me hacen compañía en este tempranero esfuerzo por proclamar que existo, que respiro, y que estoy aquí. 
Un hombre cualquiera empeñado en entender su propia existencia, mientras las luces anuncian al alba y se calienta el café.

sábado, 29 de agosto de 2015

El pintor Carlos Pardo conquista Radio Nacional


Gracias a mi genial amigo, el pintor murciano Carlos Pardo, este humilde blog está superando todos sus récords de visitas. Y todo ha comenzado esta mañana a eso de las nueve. Yo ya estaba avisado, y duchado, y afeitado, y desayunado, pero aún en calzoncillos, en un postrero intento de alargar la sensación de que aún estoy de vacaciones, aunque ya lleve una semana trabajando.
Ansioso, le he pegado los últimos tragos a un maravilloso café con leche bien caliente con miel, con la radio puesta en mi viejo ordenador. Esto, irremediablemente, me ha retrotraído a cuando, de pequeño, mi abuela me ponía el desayuno escuchando la radio antes de irme al colegio, y esa sensación me ha preparado el cuerpo para escuchar tan esperada entrevista. 
Todo esto viene a colación de que Radio Nacional, no radio macuto, ni radio habichuela, no, no, ¡RADIO NACIONAL DE ESPAÑA! entrevistaba en directo a mi amigo Carlicos; el cuál, más allá de que ahora sea un pintor como la copa de un pino, es mi amigo del alma, y de luchas, y de sueños, y de frustraciones, y de arroces y conejo, y de guitarra en mano, y de plantar árboles, y de curar águilas, y de yo qué sé de tantas y tantas historias...
Y no es porque Carlos y yo seamos amigos desde pequeños, pero esa entrevista ha sido una de las más humanas y emotivas que un artista contemporáneo ha concedido a un medio de comunicación en la historia del arte en nuestro país. El entrevistador ha sabido extraer de Carlos, y, de ese modo lo ha compartido con toda España, su verdadero valor: su autenticidad como artista y su autenticidad como persona.
Lo demás han sido lágrimas, y emociones, y recuerdos, y orgullo, y enviada sana, y vellos de punta. 
Y ahora, de nuevo, le debo un favor a él, y él me debe un café a mí. Todo esto que intento describir, con más o menos acierto, es algo parecido a la amistad. La amistad como un yoyó, como un ir y venir, como un estar y no estar, pero queriendo y apreciando de verdad que esas ausencias, de vez en cuando, se conviertan en presencias, y las presencias en disfrute, y el disfrute en cariño, y el cariño en algo imperecedero.
No sé por qué, este Carlos, cada vez que nos vemos, e incluso, en está ocasión sin llegar a vernos, siempre me deja llorando. Lo reconozco: yo soy un llorón, pero él es un hombre irrepetible, y encima es mi amigo...¿Es o no es para estar orgulloso y qué, al escribir de él, se me caiga la baba?

miércoles, 26 de agosto de 2015

Golpe de calor


Lo vi haciéndose el despistado. Tenía toda la cara del tipo que, días atrás, me había robado la cartera. Estaba completamente seguro de que era él. Desde la acera de enfrente lo seguí con disimulo. El mequetrefe era más feo que pegarle a un padre. Observé como se quedaba mirando el bolso de una señora que esperaba el autobús. Yo, atemorizado, lo miraba escondido detrás de una camioneta. El sol pegaba con rabia, como queriendo derretir al caco, y a sus víctimas, sin ninguna distinción. El astro rey no entiende de clases sociales ni de delitos, él va a lo suyo, a calentar y a los demás que nos den.
Creo que fue por eso, o por recordar la foto de mi primera novia que me había robado junto a la documentación, me calenté como nunca me había calentado hasta la fecha. Me daba igual que me hubiera robado la tarjeta de crédito -que ya había dado de baja-; me daban igual los cuarenta euros, que llevaba en dos billetes recién planchados, que acababa de sacar del cajero -y que ya se habría gastado en sus vicios-; me daba igual el resto de tarjetas de fidelidad de mil negocios que nunca frecuento; pero la foto de mi primera novia, eso sí que no. Esa foto es sagrada amigo, aunque mi primera novia fuera fea, como ella sola, y llevara gafas de culo de vaso -me dije, mientras la rabia salía por cada uno de mis sudorosos poros.
Cuando recobré la lucidez contemplé, con toda claridad, como el chorizo sacaba la mano del bolso de la señora y extraía, con vil destreza, su billetera. Acto seguido se la introdujo debajo de la camisa y prosiguió, como si nada, observando el paisaje urbano y reparando la mirada en un termómetro que, en ese momento, marcaba cuarenta y dos grados centígrados. Yo lo seguía, con suma precaución, y con muchas ganas de tomar la justicia por mi mano, pero, por un instante, observé mi mano y la vi como dos veces más pequeña que la mano del mangante, así que dude de mis capacidades físicas para reducirlo por la fuerza bruta, pero no por ello me amedrenté -más vale maña que fuerza -me dije. El tipo, sin venir a cuento, cambio bruscamente su trayectoria y viró hacia donde yo me encontraba. Un sudor frío me sacudió de la cabeza a los pies. Unos jovenzuelos se acercaban también hacia mí, pero justo en dirección contraria al caco, por lo que yo quedaba en el punto intermedio entre ambas trayectorias. Los primeros en llegar a mi altura fueron los chavales que, con toda probabilidad, iban a jugar un partido de béisbol, y parecían sacados de un antiguo anuncio de Marlboro. No me pregunten cómo se me ocurrió, que ni yo mismo lo sé, pero la cuestión es que cuando llegaron a mi altura les dije:
-Hola jóvenes: ¿me podríais dejar un momento un bate de esos? siempre quise probar uno pero nunca tuve la ocasión.
-Claro, viejo, toma este, pero lleva cuidado y no te hagas daño...jajaja, se rieron todos.
-No, no te preocupes majete, que yo no me voy a hacer daño...
-¿Y quieres también una pelota? -dijo el portavoz, con ganas de broma.
-No, no hace falta, las pelotas ya las pongo yo -dije en un golpe de inspiración.
Y fue en ese preciso momento cuando, para su desgracia y mi regocijo, el carterista pasó a nuestra altura. Entonces, sin pensármelo dos veces, agarré el bate con las dos manos, lo lancé hacía atrás con todo la fuerza de mi debilucha anatomía, y le propiné tal batazo al chorizo que cayó redondo al suelo. 
Los chavales, asustados, salieron corriendo tan deprisa que ni tiempo me dio a devolverles el arma homicida. 
Ya, con el tipo en el suelo, medio aturdido, y recitando improperios en arameo, rebusqué con ansia viva en sus bolsillos. Lo primero que encontré fue la billetera de la señora, lo segundo, una navaja de más de un palmo de hoja, y lo tercero, mi cartera, sin los cuarenta euros, pero con la foto de mi primera, aunque poco agraciada, novia.
¡Faltaría más! -me dije. Esta foto no la pierdo yo por nada del mundo. 
Luego fui a la parada del autobús, en la que aún se derretía la pobre señora como un queso gruyer, y le devolví su billetera contándole, en parte, lo sucedido. A veces tampoco es que tengamos que contarlo todo con pelos y señales.

domingo, 23 de agosto de 2015

Vuelta a normalidad



Hoy vuelvo a la normalidad. Habrá quién use con nostalgia el término de "vuelta a la rutina", pero mi vida dista mucho de ser rutinaria y mi trabajo menos aún. De hecho, llevo ya varios días trabajando. He preparado y entrenado mi mente para el trayecto que me separa hasta el fin de año, y he buscado la forma de alcanzar mis objetivos y el de todas las personas que trabajan conmigo, que no son pocas.
El trabajo, visto como un reto y como un acto creativo, es todo un lujo, visto como un acto mecánico es una simple rutina. Hasta los trabajos más mecánicos necesitan de creatividad; todos ellos albergan espacios de mejora en los que las personas que los desarrollan tiene mucho que aportar desde la experiencia y la reflexión. 
La evolución es el fruto de la reflexión que se produce tras la experiencia acumulada, tanto en la mecánica utilitaria del día a día, como en la propia adaptación biológica de las especies ante nuevas necesidades.
Evolucionamos, a nuestro pesar, como algo maravilloso. Los retos que nos plantea la vida, y el trabajo, son necesarios para hacernos más fuertes y más sabios. 
A mí me gusta entender el trabajo así, como un camino permanente de aprendizaje hacia la sabiduría. 
Necesito aprender más, y, para ello, necesito trabajar más y con retos cada vez más complejos. 
Para atrás ni para coger impulso. Siempre en camino. Siempre hacia adelante.


viernes, 21 de agosto de 2015

Mala sombra


El otro día tuve una tensa discusión con mi sombra y, desde entonces, no ha vuelto a perseguirme. No hay nada mejor que decir las cosas a la cara.

jueves, 20 de agosto de 2015

Poética de las cosas


Podrá no haber poetas; pero siempre habrá poesía. Opino lo mismo que Gustavo Adolfo Bécquer. La poesía de ese sevillano universal acercó al romanticismo a los niños de mi generación. En clase, leíamos aquello del: volverán las oscuras golondrinas, y, desde ese preciso e inocente momento, me convertí en un romántico defensor de la poética de las cosas y de las aves migratorias.
Ahora, sobre mi casa, revolotea una bandada de abejarucos que nidifican en unos taludes que hay cerca de aquí. Los veo todos los años. Cuando no los veo, sé que están en África posados sobre el lomo de algún ñu. Los abejarucos sienten una gran solidaridad ante la fealdad de esos antílopes y les quitan sus garrapatas, y todo tipo de parásitos que los acechan, y sufren en silencio cuando, alguno de ellos, sucumbe ante las fauces de una leona ajena a la poesía y al romanticismo becqueriano.
Inclusive, si lo pensáramos bien, hasta el ataque de la leona podría considerarse un gesto poético si, más allá de esa imagen de sangre y carnicería, viéramos a cuatro cachorros de león orgullosos de su madre, la cual se acerca con un costillar de ñu en la boca para darles el almuerzo. 
La vida y la muerte son pura poesía. El feo ñu, contra todo pronóstico, es poesía. Los abejarucos que revolotean, como si bailaran sobre el escenario azul cielo de mi casa, son poesía. El café con leche y miel, que me acabo de zampar, era poesía. Soy un ferviente defensor de la poética de las cosas por obra y gracia de ese señor atormentado por la exuberante belleza de las sevillanas (que por nadie pase) y por la tuberculosis.
Por eso, cuando camino ensimismado en mis días de asueto, sudando la gota gorda, si es que se puede sudar, más allá de los anuncios publicitarios que me incitan a comer un Whopper, o un Big Mac con patatas fritas y bebida gratis, me fijo en la poesía que encierra el mensaje sí mismo. El marketing es la poesía del siglo XXI.
Y, a veces, aunque me cuesta entenderlo, soy consciente de que una buena hamburguesa con carne de ñu no estaría tan mal, sobre todo, si me invitara un señor llamado Gustavo Adolfo Bécquer, me contara de viva voz alguna de sus leyendas, me contagiara de tuberculosis, y acabara mis días, como un eremita, dentro de una oscura cueva -como esta que les muestro en la foto- al borde del océano Atlántico, y escribiendo poesía.
No sé si me explico.

martes, 18 de agosto de 2015

¿Sí o no?


Casi siempre nos cuesta entender y aceptar el significado de la palabra no. Me explicaré mejor: el sí sirve para aceptar, para asentir, para autorizar, para apoyar ¿a qué sí lo entienden? Pues el no es, precisamente, todo lo contrario. Es la negación, lo opuesto, lo que más nos jode cuando lo que queremos como única respuesta es recibir un enorme, generoso, y solidario sí. 
Entre el sí y el no, por tanto, decidimos nuestra vida, nuestra existencia, nuestras experiencias, nuestras vivencias y, en esos breves pero definitivos monosílabos que pronunciamos en apenas unas décimas de segundo, se encierran todos nuestros errores y todos nuestros aciertos.
Cuando recibimos un no, ansiamos cambiar los motivos que han llevado a esa persona a rechazarnos y nos volcamos en propiciar o facilitar un replanteamiento para que esa persona cambie de opinión y nos ofrezca un sí.
Creo que leí en algún libro que dentro de todo no se esconde un pequeño sí y viceversa, o lo que es lo mismo, ni todo es blanco ni negro.
Entre renunciar o aceptar, entre atreverse o acobardarse, entre subir al tren o quedarse en la estación, tan sólo existe un monosílabo. 
A veces damos un sí o un no sin la necesaria reflexión, y, por el contrario, a veces lo ofrecemos reflexionando tanto que al final terminamos errando el tiro.
Lo que habita entre el sí y el no es la duda, y eso, amigos míos, ya otra historia. Las personas, el género humano, duda por los prejuicios que han condicionado el valor de nuestros propios instintos, y al dudar de nuestros instintos y anteponer los prejuicios, nadamos en el mar de las dudas y surgen las frustraciones que no hacen otra cosa que agudizar nuestras dudas.
El sí y el no, son puentes abiertos o cerrados, peajes, oportunidades, trenes, viajes, experiencias, a las que accedemos o renunciamos. ¿Qué es lo mejor? ¡Ay amigos!, sí supiéramos siempre qué es lo mejor, o qué es lo que realmente necesitamos, o más nos conviene, nunca nos equivocaríamos, y sino nos equivocáramos seríamos dioses y no insignificantes mortales plagados de dudas y de renuncias que no conducen a nada, salvo a que nos quedemos, en ocasiones, con tres palmos de narices.

lunes, 17 de agosto de 2015

La insoportable levedad del ser


Llevo todo el verano enzarzado con Milan Kundera y con mi novela. Desde que leí las primeras páginas de "La insoportable levedad del ser" me dí cuenta de que lo necesitaba tanto como la abeja al panal; sin él, mi proyecto literario caía por el propio peso de la inexperiencia. Todos necesitamos maestros que nos lleven de la mano a transitar por los caminos que desconocemos. 
La miel de sus reflexiones han endulzado las profundidades existenciales a las que, este verano, me han sumergido sus textos. Milan Kundera es, por tanto, el Jacques Cousteau de la reflexión y sus libros el Calypso con el que te adentra en la profundidad de sus mares.
La insoportable levedad del ser es un libro que interactúa con los lectores proponiendo, continuamente, una revisión de nuestra percepción de las cosas, pero sin forzarnos necesariamente hacia ningún posicionamiento dogmático. 
La novela, centrada en la realidad de la antigua Checoslovaquia tras la invasión nazi, y posteriormente soviética, y los acontecimientos posteriores conocidos como la Primavera de Praga, describe una realidad existencial de unos personajes mediante la revisión del comportamiento humano: el amor, el odio, la mentira, el miedo, la frustración, el valor, la religión, el sexo, el patriotismo, y por ende, los valores europeos que tanto, hoy en día, ponemos en tela de juicio por la grave crisis económica que ha azotado Europa durante la última década.
La insoportable levedad del ser no es un libro fácil, como no es fácil estudiar medicina, o arquitectura. Es un libro denso, complejo, y necesario para comprender a las personas en su plenitud, sin la intoxicación, ni los intereses, políticos o religiosos que tanto tienden a distorsionarlos y manipularlos. 
Posiblemente, este título se haya convertido en un libro de cabecera para muchas de las personas entre el millón que, hasta este momento, ya lo han comprado.


miércoles, 12 de agosto de 2015

Grandeza


Ahora que todo está callado, ahora que todo el mundo aún dormita en sus últimos sueños, y que tan sólo violan el silencio del momento algunos mirlos encelados, yo escribo sobre mis vacaciones. No he colgado fotos de platos enormes, ni de bebidas de moda, ni tan siquiera imágenes que evoquen mi arrolladora felicidad ni mi potencialidad económica. He leído, he caminado, he comido menús económicos, y no tan económicos, y me he bañado en aguas frías y turbulentas para no perder la costumbre de mi cotidianidad.
Me he enamorado de rostros bellísimos, de sonrisas palpitantes, de bosques de ensueño, de pájaros cantores, de luces, de sombras, de claroscuros, de gotas de lluvia y de rocío, de presencias y de ausencias, y, sobre todo, he vivido un idilio con el termómetro, que en dónde estuve, tiene más respeto al género humano que en dónde hábito.
Pero sobre todas esas maravillas que he disfrutado de manera efímera, y sin exhibicionismo, quería destacarles las dos mejores instantáneas, dos secuencias infinitas de amor y de fortaleza que no pude, ni quise, fotografiar, pero que, no por ello, voy a dejar de compartir con todos ustedes, esperando no herir su sensibilidad con mis torpes, y muy limitadas, descripciones. 
En la primera instantánea aparece un hombre en una silla de ruedas transitando de espaldas por una pequeña carretera local, rodeado de campos de calabazas enormes. El señor, debía sufrir algún tipo de atrofia muscular, alguna enfermedad rara, o imposible, de la que usted que me lee, y yo que les escribo, no tenemos ni las más remota idea, y menos aún cuando estamos de vacaciones, pero que él sufre desde hace años, o quién sabe si desde niño. Se impulsa hacia atrás mediante un único pie, lleva una gorra para no quemarse la cara con el sol. Viaja tan solo como sufre. Las calabazas y las moscas son su única compañía durante su colosal trayecto. Un coche que va delante del nuestro le pita, y él, con suma dificultad, levanta un brazo tan retorcido como el tronco de un olivo milenario y lo saluda haciendo una mueca facial que asemeja a una sonrisa. No me digan por qué, pero al pasar con mi coche a su altura, necesariamente tuve que pitarle para, de ese modo tan egoísta, poder disfrutar, por un momento, de la grandeza de esa compleja y generosa mueca.
La segunda instantánea del verano que quiero compartir con ustedes, mis queridos y respetados lectores, la viví en el hotel. Retrata a una familia feliz: padres jóvenes, con dos hijos, uno mayor y otro más chiquito, ambos varones. El mayor de ellos sufría algún problema similar al señor anterior, o tal vez más extremo, bien podría tratarse de ELA (Esclerosis lateral amiotrófica) como la que sufre el conocido y galardonado científico Stepen Hawking. El niño siempre me miraba sonriente, pero sin duda, lo que más me emocionó, mucho más que cualquier otro paisaje o monumento, fueron las sonrisas continuas con las que nos obsequiaban esos padres, unas sonrisas, tan espléndidas y generosas, que te llegaban irremediablemente hasta los tuétanos. 
¿Qué lecciones tan grandes se pueden esconder tras una simple sonrisa?
Estas dos instantáneas me he traído de las vacaciones. No he comprado souvenir para todos ustedes, pero les he querido compartir estos grandes momentos, con toda la lección de humanidad que llevan dentro.
No se me olvidarán nunca.

En homenaje a mi hermana Merche que padece y sufre, desde hace años, una tremenda y dolorosa esclerosis múltiple.

martes, 11 de agosto de 2015

El perro cabrón


Erase una vez un perro que era tan malo, tan malo, tan malo, que todos los niños que lo veían se pasaban llorando una semana entera. Pero la cosa no acababa ahí, después, se les seguía apareciendo en las pesadillas durante años. Era un perro malo, con efecto long lasting como la máscara de pestañas, pero un perro bien cabrón. 
Todos tenemos un perro que nos persigue para mordernos en el culo de nuestra conciencia. El perro de lo que tenemos pendiente de hacer y que nunca hacemos. El perro de la crisis. Vidas perras. Hijos de perra. El perro de San Roque, que no tenía rabo, porque Ramón Ramírez se lo había cortado. El perro del hortelano. Incluso, en Murcia, tenemos a nuestro superhéroe: el Súper Perrete, mitad hombre, mitad perro.
Históricamente, los humanos, mantenemos una relación amor-odio con los canes. Quién no recuerda a los San Bernardos con el barrilito de vodka, o de brandy, o de whisky, colgando de su papada. A quién no le ha olido el culo, en alguna ocasión, un perro policía en un aeropuerto en busca de drogas. O quién no se ha emocionado, alguna vez, al contemplar un perro lazarillo ayudar a cruzar una calle a un invidente. O no ha visto a un perro pastor llevando a cientos de ovejas por el buen camino. O a un perro jugando con un niño en un parque. O quién no ha pisado una mierda de perro, en plena calle, y para consolarlo alguien le ha dicho que pisar una mierda, como el sombrero de un picador, trae suerte (...)
Esta vida perra que llevamos en verano es tan sólo un espejismo de la vida tan hija de perra que nos toca vivir el resto del año. 
Los perros, pobrecitos, se la han cargado esta mañana de agosto, en Sevilla. Y todo porque a un perro canijo y negro le ha dado por hincharse a ladrar a las seis de la mañana. Seguramente, el animalito, tendría más hambre que el perro de un ciego.
Aunque luego dirán, por ahí, las malas lenguas, que vaya mierda de relato veraniego y a desgana que me escrito, pero, amigos, por un perro que maté, mata perros me pusieron.

sábado, 8 de agosto de 2015

240.000 caracteres


El escritor Carlos del Amor me ha enseñado que toda novela que se precie al menos debería contar con 240.000 caracteres. Raudo como el rayo de una tormenta de verano, o como un apretón intestinal, he abierto el documento en el que guardo, como oro en paño, la novela que tengo en ciernes, y he comprobado que tan sólo llevo acumulados 190.000 caracteres. ¡Vaya mierda!
Más allá de deprimirme, como un quinceañero al que su novia le hubiese abandonado por otro de veintidós años y jugador de baloncesto, me he puesto manos a la obra, nunca mejor dicho.
En Atalaia, cerquita de Lourinhá, en la nostálgica Portugal, rodeado de huertos de calabazas que me han recordado a mis notas de E.G.B, he repasado todo lo escrito durante los últimos veranos. Mi novela nace desde mi ociosidad y mi recogimiento. Aquí, mientras mi esposa engorda a buen ritmo, mi novela crece y crece acompasándose a su embarazo. Pretendo que Ana María, mi futura hija, nazca con una novela bajo el brazo y, para eso, debo darme prisa. 
Cualquier proyecto tiene que tener unos plazos y mi novela se había convertido en una especie de quiste por no tenerlos.
Mientras se estira la piel de su barriga, acumulo caracteres. Entre paseos, baños, y bacalaos al horno, escribo de amor, y de luchas, y de anhelos. A ratos, para airear mi materia gris, leo a Kundera, y me doy cuenta de lo imprudente que soy al intentar escribir una novela sin haber aprobado ni tan siquiera la primaria.
Los ignorantes somos gente muy atrevida. A mí, tras haber parido más de ochocientos relatos mal escritos, me ha dado por lanzarme, por fin, a la conquista de una novela. Menudos retos tengo todavía por delante. Volver a ser padre veinte años después, cuando mi hija Yolanda ya vive su vida cada vez alejada de mi, sin haber estado nunca lo suficientemente cerca, y ahora me pongo de nuevo a criar. Menudo reto, nunca aprendí a escribir y ahora me enfrento al vertiginoso mundo de la novela. Realmente nunca sabré absolutamente de nada, pero siempre me atrevo con todo. 
Así que discúlpenme si escribo menos en este blog, cosa que intentaré que no suceda, pero es que ando incubando demasiados proyectos y estos no son, como comprenderán, pecata minuta. 

sábado, 1 de agosto de 2015

Bermudas


Uno, en su ociosidad, tiene muchas cosas que hacer, no se vayan a creer que no. Pensándolo fríamente, cosa que en pleno verano resulta harto complicado, no deja de ser toda una contradicción. Sin embargo, actuamos así: el ocio no es ocioso sino lo cargamos de obligaciones y de compromisos. El consumismo a colonizado el ocio como si de una planta invasora se tratara. La biología del ocio se a convertido en un jungla indómita de actividades programadas para que mantengamos, o, inclusive aumentemos, nuestro nivel de consumo. Por lo tanto, nuestro ocio, nuestro descanso, nuestras vacaciones, son una parte muy importante del sistema económico. Lo que trabajamos nos los sacan cuando descansamos y vuelta a empezar.
El ocio sin consumo es cosa de pobres, de gente de malvivir. Necesitamos cientos de actividades, cientos de fotos, cientos de poses, cientos de cosas previsibles y clonadas, para sentirnos parte de un todo uniforme, y bien integrados socialmente.
El ocio, en sí mismo, se ha convertido en una rareza. De hecho, he escuchado a gente decir que experimenta cierto sentimiento de culpa cuando se toca los huevos a dos manos en el sofá de su casa, o se tumba al sol en la piscina municipal leyendo un libro, por ejemplo: "El año sin verano" del murciano Carlos del Amor. Gente que se siente frustrada sino salta desde toboganes gigantes que te arrojan de cabeza a una piscina llena de cloro y de pelos, y al que para acceder tienes que hacer media hora de cola en pleno chicharrero. El ocio prefabricado, y de catálogo vacacional, es como el chocolate del loro. La programación de las empresas turísticas se convierte en nuestro programa y en el original programa de miles y miles de programados veraneantes ávidos de experiencias únicas e irrepetibles como nosotros. 
Yo, también, como todo hijo de vecino, estoy programado para lo que me echen. De hecho, de manera inconsciente ayer subí a mi armario ropero, descolgué, medio zombie, unos bermudas, me los puse y, de ipso facto, me convertí en un turista domiciliario. A mi indumentaria añadí una riñonera, una gorra nike, unas sandalias, y un palo de selfie, y ya estaba listo para mi epopeya veraniega. 
Después de tal incontrolada transformación tan sólo me quedó engrasar mi tarjeta Visa, ponerme una crema facial de protección solar, y armarme de paciencia. El resto está planificado.
El verano es lo que tiene. ¡Todos a una, como en Fuenteovejuna!