sábado, 4 de abril de 2015

Literaturas urbanísticas


En la urbanización de gente afortunada en la que habito, todas las tardes, cuando me pongo a leer en la terraza, escucho el canto de un gallo. Y no se crean que lo del gallo no me inquieta. Me inquieta, y mucho, por lo atípico de la situación. ¿Quién puede tener un gallo, o mejor dicho, un gallinero en una urbanización de estas características?.
He visto gente con coches de alta gama, con mansiones de concurso, con piscinas climatizadas y trompolín olímpico, con familias impolutas que parecen sacadas de una revista de diseño, pero: ¿qué narices pinta un gallo en un escenario tan bucólico como este?. 
Cada vez que leo a Murakami al fresco, y escucho cantar al gallo, me pregunto: ¿qué hacemos ese gallo y yo en un sitio como este?. Y no sé que responder. 
El gallo, Haruki Murakami, y un servidor de ustedes, disfrutamos de una misteriosa sincronía. Sí, sí, no se rían, que la cosa no acaba ahí. He observado también que cuando leo a otro, por ejemplo, a Juan José Millás, en lugar de cantar el gallo, sale la ardilla que vive en el pino medianero del vecino, y me mira con toda la afectuosidad con la que te puede mirar una ardilla un rato antes de cenar. Algo parecido sucede cuando leo a la alocada Amélie Nothomb, pero en el caso de la belga nipona me acuden cientos y cientos de mariposas que, en ocasiones, hasta me molestan, sobre todo cuando se me posan en la nariz. Pero si les cuento que cuando leo a Ondjaki, ese angoleño que vive en Brasil, al que publican en Argentina, y que escribe con toda la magia del continente del que procede, sale un salamanquesa que vive en mi casa desde que la construí, se sube a la mesa, y me guiña un ojo. Claro que si no se creen esto, no sé si contarles qué sucede cuando leo al polaco Mrozek, o cuando leo al austriaco Zweig, o al imprescindible y galardonado francolibanés Amin Maalouf. Bueno, lo que ocurre cuando leo al francolibanés que escribió León el Africano, es más fácil de entender: acuden a mi patio de ipso facto todos los gatos a los que engorda una vecina que no tiene otra cosa mejor qué hacer que cebar gatos, por lo que la población gatuna de la urbanización se ha multiplicado por diez, empiezan a escasear los gorriones, y hasta han subido el precio de las sardinas en la pescadería. Una cosa lleva a la otra, ya me entienden.
No fue fácil llegar a la conclusión de que, en esta urbanización de gente tan afortunada, -hasta contamos con un ciclista bajito de talla internacional que sale mucho en los telediarios-, la literatura y la naturaleza conviven estrechamente ligadas.
De hecho, ayer, cuando regresé de la librería llevando en el asiento del copiloto el último libro de Jesús Carrasco, nada más pasar la barrera de control, comenzó a perseguirme un perro que ladraba como si hubiera visto en mi coche al mismísimo demonio. Más tarde, cuando saqué el libro y vi la oveja que salía retratada en la portada, comprendí al pobre can. Y es que hay perros que tienen el olfato muy fino para la cosa de la literatura.
Los que vivimos en esta urbanización somos gente muy afortunada, ya lo creo. Sobre todo a los que, como a mí, nos apasionan los bichos con muchas hojas y los libros con patas.

3 comentarios:

  1. Claro que lo creo, ¿porqué no habría de ocurrir que el mundo murakamiano se hace uno en la terraza, en las calles del vecindario? pero no solo murakami, están los otros mundos alternos.

    Feliz dominguito.

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  2. HUMMMMM, Mundo maravilloso ese el de la imaginación, un remanso de tranquilidad o un remolino infernal tu dices murakamiano, yo diría macondiano. como el de nuestro Gabo.

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