sábado, 18 de abril de 2015

¿Dónde estará mi Madelman?


En la vida vamos perdiendo cosas que, en ocasiones, no deberíamos haber perdido. Sin fumar, y sin meterme nada raro, ayer pensé precisamente en eso, que la vida es una perdida continua. -¿Dónde estará mi Madelman?- 
No sé si lo habrán visto ustedes por ahí, atrincherado en alguna zanja, o emboscado tras algún matorral. Gustaba mucho de arrastrarse por el barro y ponerse perdido. A mi madre, -¿Dónde estará mi madre?-, no le gustaba que lo llevara a casa chorreando. La de horas que echamos ese Madelman y yo a ganar batallas contra los malos del mundo. -¿Dónde estarán los buenos?-
Él y yo eramos de ganar siempre, ya que planificábamos muy bien todos los conflictos bélicos que, como las grandes potencias, provocábamos, aunque sin intereses tan espurios. Lo curioso es que nunca le llegué a poner nombre. Nunca fui mucho de bautizar a mis objetos inanimados por mucha animación que yo les pusiera. En los últimos coletazos de mi infancia, después de reponerme de un cambio domiciliario, que para mí fue algo así como cambiarme a vivir a otro planeta, me aferré a tres cosas, tres salvavidas de diferente origen y condición: una tortuga de tierra, que tenía un tumor en su oído izquierdo, un Madelman, con el uniforme del Ejército de Tierra, y un balón de fútbol, al que, por aquel entonces, llamábamos de reglamento.
Odiaba estudiar porque desarrollé una tremenda fobia a las matemáticas y a la religión. Lo de la religión, con el tiempo, lo he llegado a superar, sin embargo, lo de las matemáticas no. La fobia la sentí al comenzar con los quebrados, y la confirmé al llegar a las ecuaciones. Estudiar no me serviría de nada ya que, ni viviendo tres vidas y media dividas entre la hipotenusa del cateto, yo sería capaz de desvelar el valor de X, o el valor de Y, o lo que da un X+Y. Renuncié a estudiar y mi padre me enroló en sus filas, me lanzó un mandil, y me puso a fregar platos en el Bar Josepe como un poseso. Para mí, el lavavajillas supuso lo que a la ciencia actual el acelerador de partículas. -¿Qué quedará de aquel bar?-. ¿Qué será de todos aquellos clientes, catedráticos de nostalgia y frustración, que me enseñaron tanto de la vida?. 
Todavía, en mis pesadillas, juego con un Madelman con la cara de alguno de ellos. En otros, mi tortuga se sienta en la barra del bar y conversa conmigo sobre arte contemporáneo, mientras se toma un gin-tonic y escupe en el suelo. A veces, sueño que juego al fútbol con mis viejos clientes, en un partido de geriátrico, en el que algunos se internan en el área con un gotero, y otros avanzan por la banda con ayuda de un andador, y, en un momento dado, uno de ellos, el más aventajado, golpea mí balón de reglamento tan alto, tan alto, tan alto, que la pelota se pierde en el cielo y me despierto angustiado y sudando la gota gorda. 
Tras la triste mudanza, en mi casa nueva ya no estaba mi abuela. Ella aprovechó el cambio para cambiar a mi padre por una de sus hijas. 
Por tanto, me quedé sin abuela, después me quedé sin madre, me quedé sin tortuga, me quedé sin balón, ya que este explotó debajo de un neumático del autobús número dos, que era la línea que circunvalaba toda la ciudad, cruzando el río. En ese autobús, sin permiso familiar, di la primera vuelta a la Ciudad de Murcia en solitario a la edad de nueve años.
Con frecuencia, me sentaba en el portál de mi nuevo edificio para ver subir a la gente al autobús. Veía marcharse a los vecinos con la cara ausente, como pensando en no sé qué. Luego, horas más tarde, mientras me comía un bocata de chorizo Revilla, mucho antes de que al señor Revilla lo secuestraran los de ETA, -¿Por qué mataban los de la ETA?- los veía regresar con la cara desencajada, arrastrando bolsas tan pesadas como condenas. Me gustaba aprender de su ir y venir, porque ese trasiego de los mayores me recordaba a los hormigueros a los que combatía con ferocidad con el fiel apoyo de mi Madelman y ante la mirada estupefacta de mi tortuga que, por aquel entonces, era más conservacionista que yo. Eso es de lo poco que conservo de aquella maravillosa etapa de mi vida, y que aún no he perdido por el camino: "El ansía por combatir la rutina". 
Los mayores eran como las hormigas. Iban a trabajar, acarreaban comida, sacaban la basura, iban a trabajar, acarreaban comida, sacaban la basura. Iban a ...
-De mayor voy a intentar no ser como ellos -me dije para mis adentros, convencido de que sería capaz de conseguirlo.
Hace años, muchos años, justo desde que perdí a mi empecinado Madelman, soy un hombre-hormiga. Toda pérdida acarrea unas consecuencias.

1 comentario:

  1. Si es verdad, durante toda nuestra vida se van perdiendo muchas cosas. Pero si que es verdad que aquellas a las que mas sentimiento les has tenido, nunca se olvidan. Y en algún momento de nuestra vida vuelven ha aparecer en nuestra conciencia, como arte de magia y vuelves a recordar todas esas fabulosas cosas que hacías con ellas o vivías con ellas. Saludos......

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