sábado, 22 de noviembre de 2014

Isabel I de España y Alcantarilla


En honor al Rey Alfonso X El Sabio, cuando nos referimos en abreviatura al miércoles en determinados calendarios y documentos ponemos X. Lo dice la revista QUO que lee Isabel con sumo interés para sorprenderse ante los avances de la ciencia o los descubrimientos más absurdos. Lo extraordinario y lo absurdo se dan la mano en ciertas revistas, en bastantes libros, pero, sobre todo, en la vida cotidiana.
Tan extraordinario como absurdo es decir, como digo con cierta frecuencia, que el Rey Alfonso X El Sabio fue mi vecino, como si yo hubiese vivido hace mil años, cosa poco probable, a no ser que yo fuese Matusalén, o la teoría de la reencarnación fuera cierta y yo, por aquel entonces, hubiera sido un escribano de la corte, o quién sabe si hasta pude haber sido el mismísimo caballo de tan ilustrado monarca.
Vivir a escasos kilómetros del Castillo de Monteagudo confiere cierta responsabilidad histórica. Las historias que rebosan sus malogradas almenas y murallas aportarían hoy en día mucha luz a ciertos políticos monoteístas y desintegradores. El rey, al que ahora en este preciso instante en el que les escribo desde una cafetería del Aeropuerto de Dublín, recuerdo perfectamente, era un hombre tan cercano como inteligente. De hecho, fue el primer rey que, aparte de cortar cabezas escribía libros, por lo que se demuestra que, cuando la tinta escasea, se puede escribir con sangre.
Recuerdo cosas. Yo no fui su caballo. Ahora lo percibo con más nitidez conectándome a mi pasado a través del humo de un café con leche que me está destrozando los intestinos. 
Lo veo, fui su escribano. Yo era un árabe renegado que había servido con anterioridad al mismísimo Rey Lobo, un rey que reinaba para pegarse la vida padre, tener muchas mujeres, beber como un cosaco, y cazar osos con los que luego se confeccionaba alfombras de lo más frikis.
Cambiar de señor es como cambiar de chaqueta. A mí no me afectó mucho el cambio porque nunca fui de rezos ni de dioses. Lo mío era la poligamia, el vino, las cachimbas, y la narrativa contemporánea, cosas tan mal vistas por aquel entonces como ahora.
El Rey Lobo y yo compartíamos tantos secretos de palacio como de alcoba. Con el Rey Alfonso X El Sabio conecté a la primera de cambio. Yo mismo, a su llegada, le ofrecí la llave del castillo junto a la cédula de habitabilidad, así como el plan de evacuación, y una copia compulsada del último recibo de la contribución. Mi oficialidad me granjeó su confianza. El monarca cristiano hacía tiempo que buscaba un funcionario que funcionara como yo. En sus momentos de inspiración alcohólica, y entre cantiga y cantiga, criticaba sin mesura a sus funcionarios por la costumbre que tenían de dejar de funcionar en el mismo momento de tomar posesión del cargo.
Yo, a parte de ser su escribano favorito, fui su confidente, su pañuelo de lágrimas, y su correveidile, hasta que conoció a Isabel, la hermana pequeña de uno de sus nuevos lugartenientes, que acababa de llegar a Monteagudo desde la cercana y modesta villa de Alcantarilla.
Su afición a la lectura, a lo desconocido, y a los avances tecnológicos, que a mí me parecían de lo más absurdos e innecesarios, lo acercaron a ella tanto como lo alejaron de mí.
Isabel soñaba con viajes, con conquistas, con gastronomías de territorios impíos y desconocidos, y, con esas maquiavélicas argucias, lo fue alejando de mí y atrayendo hacia sus enaguas.
Cuando el Rey Alfonso X El Sabio decidió trasladar su residencia al Castillo de Lorca, incorporó a Isabel en su comitiva como responsable de coordinación de escribanos y como portavoz del gobierno.
Ella, celosa y sabedora de nuestra cómplice amistad y mis orígenes sarracenos, decidió arrojarme al ostracismo de la historia y abandonarme a mi suerte en Monteagudo, en el que ya me quedaría muy poco por escribir, salvo que fueran recetas de cocina o novelas de espadachines del lejano oriente.
Al desvanecerse la neblina provocada por el humo de aquel desafortunado y laxante café con leche, miré hacía Isabel con cierto recelo.
-¡Ni se te ocurra intentar quedarte con mi puesto de trabajo, eh! -le dije fuera de mí.
-¿Pero de qué hablas, Pepe, no me has traído a Irlanda para que yo siga atendiendo a este distribuidor?.
-Claro que sí, perdona. Por un momento pensé que era un escribano de la corte del Rey Alfonso X, discúlpame, Isabel.
-Te disculpo si me das tu receta secreta del pulpo al horno.
-No Isa, antes tendrás que pasar por encima de mi cadáver.
-Por cierto, Pepe: ¿Sabías que un pedazo de intestino de una víctima del cólera, preservado en formol desde mediados del siglo XIX, ha permitido profundizar en el origen histórico de la enfermedad?
-No. Y no me hables de intestinos que bastante tengo con los míos. ¡Lees cada cosa!

2 comentarios:

  1. Ahh, con que te gusta ser un sarraceno, mal lo tendrías en este mundo en el que vivimos, y por cierto cuidado con los cafés de los aeropuertos lo mismo vuelas tu antes de tu silla, que el avión. Un saludo desde tierra santa.....

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