viernes, 31 de octubre de 2014

Virus



-Pase, pase por favor. Siéntese. ¿O prefiere recostarse directamente en el diván? 
-No sé, es la primera vez que vengo a terapia. Mejor comienzo en la silla. Luego, ya veremos si me acuesto o salgo por piernas.
-Tranquilícese señor Sandalio, ¿por qué ese es su nombre, no es cierto?
-Sí doctor, para gloria de la humanidad, Sandalio Rebollo Peinado, para servirle.
-¿Le molesta, por abreviar, si le llamo San?
-Ni mucho menos. Siempre he querido que la gente me llamara así, pero nunca lo he conseguido.
-¿Y cómo le llaman?
-Zapato, zapa, babucha, chancla, alpargate, bambo, de todo. Ahora me da igual, pero imagínese usted de pequeño...
-Me imagino, San. Me imagino. ¿Y cuál es el motivo de su visita? ¿Por qué, después de tantos años, busca usted apoyo profesional?
-Porque he perdido el sentido del humor.
-Eso es muy grave.
-Lo sé.
-¿Ha perdido algún sentido más?
-El de la orientación nunca lo tuve bien. Soy más peligroso con un mapa que Messi en el área pequeña.
-¿Le gusta a usted el fútbol?
-No. Lo odio.
-¿Y por qué ese odio tan visceral contra ese popular deporte?
-De joven jugaba al fútbol. Mis compañeros me escondían las botas y me dejaban en su lugar unas sandalias de playa. Se morían de risa mientras las buscaba. Siempre era el último en saltar a la cancha. Era horrible.
-Algunos adolescentes son gente malvada.
-Lo sé.
-Dígame San, ¿ha perdido algún otro sentido?
-Pues, ahora que lo pienso...creo que he perdido el sentido del ridículo.
-¿No siente ridículo?
-No, de hecho, al entrar la edificio, me he encontrado con un amigo y me ha dicho socarronamente: ¿cómo estas zapachanclas? Y me ha dado igual.
-¿Y qué le ha respondido a su amigo?
-¡Me cago en tus muertos!
-Creo que lo suyo no va a ser fácil.
-Lo sé.
-¿Qué más me podría contar?
-¿De qué?
-De su vida, de su juventud, de su infancia, de sus relaciones de pareja?
-No tengo pareja.
-¿Pero la tuvo?
-No, nunca he tenido pareja.
-¿Y eso? ¿No se siente atraído por nadie?
-No, nunca he sentido atracción por nadie, ni por nada en particular. Bueno sí, por un loro que vive conmigo.
-¿Cómo se llama el loro?
-Sam.
-¿Cómo usted?
-Sí, pero con eme, me gusta más Sam, queda más anglosajón.
-Entiendo. ¿Y desde cuándo vives con San con eme?
-Desde que murió mi padre. Mi madre murió cuando me traía a este mundo. Creo que por eso mi padre nunca me lo perdono, y por venganza me puso este nombre.
-¿Alguna vez se lo confeso?
-No, él era mudo.
-¿De nacimiento?
-No, por un trauma, vio como un camión atropellaba a su padre y perdió el habla.
-Pobrecito.
-No nada de eso. Mi padre, tras el atropello, heredó una fortuna importante.
-¿Usted a qué se dedica, Sam?
-Soy contable.
-Yo busco un contable. Acabo de enojarme con el mío. ¿Dónde tiene su oficina?
-Yo sólo cuento para mi. Cada uno que cuente lo suyo.
-No le entiendo, Sam.
-¡Qué no soy contable! Sólo cuento mi dinero. Crece, crece y crece. Y cómo gasto menos que un ciego en novelas...
-¿Y por eso huye usted de las relaciones, para proteger su capital?
-No. Nada de eso. Simplemente estoy mejor con Ofelia.
-¿Entonces sí tiene pareja?
-No. Ofelia es mi loro, es que es hembra. Es una lora.
-¿Tiene más animales en casa?
-Sí, dos peces rojos, pero con ellos no tengo tanta confianza.
-¿Por qué no?
-Porque se mueren muy rápido. Pero nunca dejo a uno solo. Cuando muere uno, automáticamente, voy a la tienda y lo remplazo por otro nuevo. Por eso no me da tiempo mucho a intimar con ellos. 
-¿Algún otro animal?
-Sí. Un gato persa. Lo encontré en la calle perdido con su collar y su cascabel y todo. Él da buena cuenta de todos los peces que se van muriendo. Si viera usted cómo se relame los bigotes cada vez que se come uno.
-Dígame la verdad: ¿le gustan las mujeres?
-No.
-¿Y los hombres?
-No
-¿Y los batracios?
-No.
-Creo que para ayudarle, requeriré de ayuda de otro colega.
-Lo sé.
-¿Cómo qué lo sabe?
-Me ha ocurrido otras veces.
-¿Pero no me dijo usted que era la primera vez que hacia terapia?
-Sí, siempre lo hago para no asustar. 
-Mire, Sam, con eme, si viene usted aquí a engañarme, no sirve de nada.
-Lo sé.
-¿Y, si lo sabe usted todo, para qué viene a terapia?
-Es que me aburro mucho hablando con los peces.
-Entonces se está planteando visitarme como una diversión, ¿es eso, verdad? Pretende que yo forme parte de su zoológico mental, a golpe de talonario.
-No, no. Yo siempre pago en efectivo.
-Pues sabe lo que le digo: ¿no le voy a aceptar como paciente?
-Lo sabía.
-¿Por qué lo sabía?
-Me sucede a menudo.
-Bueno, ya está bien, la consulta son cien euros.
-Le puedo hacer un cheque.
-¿Pero no me acaba de decir que sólo usa efectivo?
-Lo sé.
-¿Entonces?
-No tengo efectivo, ni cheques, ni tarjeta. Estoy loco.
-Pues si está usted loco, haga el favor de no hacer perder el tiempo a los demás. Y vaya usted al Seguro Social, necesita ayuda y mucha.
-Tome sus cien euros.
-¡Me está usted haciendo perder el sentido del humor!
-Lo sé. ¿Me puede dar cita para la semana que viene?
-Al salir, pídasela a la enfermera.
-Me gusta usted, doctor.
-¿En qué sentido?
-Aún no lo sé, por eso quiero volver la semana que viene.
-Me asusta usted, Sam, con eme.
-Lo sé. ¿Se ha dado cuenta de una cosa?
-De muchas, San.
-Con eme, por favor, si no es molestia.
-Sí, con eme.
-¿Se da cuenta de que contagio a la gente la pérdida del sentido del humor? Creo que soy un virus.
-Dicho así, tiene su sentido.
-Y cuando me vaya, se dará usted cuenta de que también habrá perdido el sentido de la orientación.
-¿Por qué está tan seguro?
-Porque no sabrá adónde ir, ni a quién llamar. Soy un virus. Tengo claro que soy un ente viral mucho más peligroso que el Ébola. ¡Hasta la semana que viene doctor! Cuídese.

jueves, 30 de octubre de 2014

El espejo


Mi espejo y yo nos llevamos cada vez peor. El pleito viene por su denodada afición por el engaño. De un tiempo a esta parte la ha tomado conmigo. Le tengo tanto temor que, cuando necesito mirarme en él, entro en su campo de visión poco a poco para no provocarlo. Creo que disfruta mostrando mi rostro envejecido. Me refleja con más papada que un obispo. Yo le pido que no me trate así, que me refleje tal y como soy, pero se muestra impasible ante mis reiteradas súplicas. Cada vez me refleja con menos pelo. De hecho, cuando me atrevo a mirarme, en lugar de mejorar mi imagen, lo que hace es agudizar mi alopecia. Y no quiero contarles las trastadas que me hace cuando me refleja desnudo.
Creo que se regocija en mi desmoralización. En parte lo comprendo, debe ser muy aburrido eso de estar ahí colgado todo el tiempo, y de tener que brindar siempre el protagonismo a los demás; pero yo no tengo la culpa de su frustración. Sé que le hubiera gustado más ser un inodoro, o un bidé de porcelana con grifería dorada. A mí también me hubiera gustado ser el abuelito de la Heidi, y vivir en los Alpes Suizos, y tener trescientas vacas suizas, y una colección de relojes suizos, y una navaja suiza, y una cuenta en Suiza. O mejor dos.
Únicamente lo siento relajado cuando le pulverizo con el limpiacristales y le paso el papel absorbente. Entonces lo siento fresco, reluciente y alegre. Aunque esa sensación dura lo que tardo en regresar de guardar los trastos de la limpieza y en mirarme de nuevo en su cristalina superficie.
El detonante de que acabara anoche en el contenedor de la basura fueron las arrugas. Me percaté de su impostura mientras me afeitaba. Tras quitarme el jabón, ¡zas!, al menos me cascó cincuenta nuevas. Y no arruguitas, no, ¡arrugotas!, como grietas en el fondo de un pantano reseco. Así que, presa de la ira, lo descolgué de mala manera, me lo puse debajo del brazo, bajé por las escaleras, abrí la puerta de la calle ante la atónita mirada de varias vecinas que platicaban en el portal sobre el comportamiento inmoral de la vecina del segundo B, crucé la calle, abrí el contenedor verde de la materia orgánica o inclasificable (nunca me aclaro con eso) y lo lancé a su interior como un sepulturero arroja los huesos desahuciados en un osario.
Aún con el recuerdo sonoro de mi despecho retumbando en mis oídos, fui a comprar otro espejo. El quinto en los últimos cinco años. Salgo a espejo por año. Siempre acudo a la misma tienda, la dependienta tiene tan generosa la sonrisa como el escote. El año pasado, con el espejo que acabo de reventar, me regalaron una escobilla del váter plateada. Me hizo muy feliz. En mis cincuenta y cinco años nunca había disfrutado de una escobilla de similares características y prestaciones. Con el espejo que acabo de comprar me han regalado un cepillo de dientes eléctrico. 
Al colocar el nuevo espejo en mi cuarto de baño, le he puesto en antecedentes y nos hemos caído bien. Espero que la relación que hoy hemos comenzado nunca se enfríe y nos colme a los dos de felicidad. Avisado queda.

sábado, 18 de octubre de 2014

Taperáculo


Nadie lo entiende, pero yo guardo palabras en un táper como si se tratara de un tesoro. Pretendo conservarlas en buen estado para evitar su descomposición, o que me las roben. Tras una meditada lectura, y un poco de mimo, las guardo meticulosamente en su urna de cristal. Con frecuencia amplío mi colección con palabras raras, o en idiomas extraños, o en formatos distintos. Sí desconozco el significado me lo invento. En ocasiones, agito el táper con fuerza. Me gusta agitarlo, ver como se revuelven unas palabras sobre otras en una especie de orgía de aforismos desechables que nadie alcanza a leer. Sé que mi táper esconde muchas de las respuestas que yo ando buscando. 
Dentro del taperáculo está mi futuro.

viernes, 17 de octubre de 2014

Noruega, mon amour


Leyendo a Roberto Bolaño a más de diez mil metros de altura rumbo a Noruega, me doy cuenta de que pierdo el tiempo cuando escribo. ¿Qué es lo que hace un camarero como yo intentando escribir relatos a horas intempestivas y en los lugares menos indicados?
Leo y escribo como una enfermedad incontrolada: El Síndrome del escritor inepto.
Algo de eso debo estar sufriendo, una extraña enfermedad no descrita por la ciencia. Un extraño síndrome con el que podré afiliarme a la Asociación de Enfermedades Raras y así pasar a ser un raro colectivizado.
Los noruegos que me rodean se mueren de la risa con una película de El Gordo y El Flaco. Los reyes del blanco y negro se lían a patadas, y patean a todo el que se les acerca. Luego, El Flaco -que siempre fue el más listo de los dos-, le baja los pantalones a El Gordo, y este le hace lo mismo a él, y ya los dos con los pantalones bajados le bajan los pantalones a todo el que se les acerca.
Los noruegos se ríen a mandíbula batiente haciendo gala de unos dientes perfectos.
Leo y escribo. Lo mío debe ser algo patológico. Leo a Bolaño, a Nothomb, a Neuman, a Kundera, a Saramago, a Monteagudo, a Mrozek, a todo Cristo. Leo con la avidez que  bebe un alcohólico a la hora que cierran los bares, y escribo con la asiduidad con la que manosea un quinceañero a su novia, y con la misma intensidad.
Leo y escribo. Espiro y aspiro. Subo y bajo. Como y cago. Río y lloro. Voy y vengo. Sin darme cuenta, vivo una vida confrontada, con cara y cruz, con anverso y reverso, de la mano de mis convicciones y arrastrado por las políticas que más aborrezco.
Nado, pues, a contracorriente, mientras la vida me arrastra hacia ninguna parte o hacia todas.
Escribo, leo y sufro. Sufro intentando explicar lo que ni yo mismo alcanzo a comprender. 
Frustrado, entonces, escribo y leo.
Noruega me espera sin ganas. Suecia, eterno paraíso de las suecas al que no he sido invitado. Y, finalmente, Finlandia, que es como un país del fin, o del fin de mi viaje antes de regresar a mis compulsivas lecturas y a mis atropelladas y angustiosas escrituras. Itinerario. Travesía. Búsqueda.
Les escribo, como un contemporáneo Jonás, desde dentro de la panza de un B737-800. Han apagado las luces de la cabina. En la pequeña pantalla del televisor ahora pasan un video de peces de arrecife. La oscuridad favorece la vistosidad del documental y realza los colores de los peces. El cabello rubio platino de los noruegos refleja el azul intenso de los peces del coral. Al rubio le sienta bien el azul. Nuestras rubias del sur siempre tiran a amarillo pollo y eso no les gusta. Mola el platino. El blanco nacarado. El color ario. El poder es de color rubio platino.
El libro de Roberto Bolaño me mira extrañado, como celoso de mi flirteo con el cuaderno sobre el que les escribo esta indescifrable letanía.
Me siento extraño escribiendo, lo mismo que me siento huérfano cuando no lo hago. Me siento acomplejado rodeado de noruegos, y de su perfección, y de su alto poder adquisitivo, y de su cultura, y de sus coches eléctricos, y de su cabello rubio platino. Siento extrañeza de mi deambular eterno. Tal vez por eso, y como consuelo, leo y escribo.
Leo y escribo para intentar entenderme a mí mismo. Para comprender mi desesperada búsqueda. Escribo como medicina y leo como doctrina, o como religión, o como solución a lo irresoluble.
Sé que resulta muy extraño que un camarero, disfrazado de otra cosa, vuele hacia Noruega retando a la metafísica, en tono irónico, y con un evidente trasfondo nostálgico, pero se lo intentaré resumir en tres palabras: viajo para sobrevivir.
Mientras sobrevuelo, sobrevivo, leo y escribo.
Tras el aterrizaje, debo perseverar. Siempre perseverar. Noruega, acógeme en tu seno. Sé que debo perseverar. Mi futuro depende de un fiordo de nombre impronunciable y que ni en mi teclado les puedo reproducir. Siempre perseverar. Ábreme tus brazo, Noruega, traigo el calor del sur. Debo perseverar. No soy rubio pero me siento ahumado como un salmón noruego, doce años tras la barra de un bar, en los años duros del tabaquismo, imagínate Noruega, cómo para no estarlo. Soy de los tuyos, créeme. Leo y escribo. No soy rubio pero lo fui de pequeño, y mis manos aún huelen a pescado del que limpiaba por kilos en el Bar Josepe. Aunque no lo parezca, soy un hijo lejano de Escandinavia, un vikingo moreno del sur. Por todo eso, Noruega de mis amores, te pido que me des una pequeña oportunidad. Y si no me ayudas, pienso perseverar. Siempre perseverar.

jueves, 9 de octubre de 2014

Duelo


-Pepe, por si no te has dado cuenta, hoy es viernes. ¡Arriba dormilón, tienes que escribir algo rápido para tus amigos del Facebook, antes de irte a trabajar!.
-Sí, ya sé que es viernes, estoy mal, pero no tanto como para no darme cuenta de el día en el que vivo.
-Pues, escribe algo, hombre, no seas así. No eres el que eras.
-¿De verás crees que soy otro? 
-Te siento distinto y distante desde hace unas semanas.
-Hace muy poco tiempo de la muerte de mi madre. ¿Tú crees que las personas cambiamos tras un suceso de esa naturaleza?
-No creo que cambie todo el mundo, pero, indudablemente, las personas cambian o reaccionan ante crisis o dramas, y cuánto más graves son estos, más profundo es el cambio que provocan. Por cierto: ¿Tú qué tanto lees últimamente, has leído qué las personas cambian completamente cada diez años?
-¿En qué sentido?
-Sí, según dicen los que saben de medicina y esas materias, una persona cambia todas sus células cada diez años aproximadamente. De ahí que se afirme de que cada diez años somos una persona distinta. 
-Entonces, según esa teoría, ¿en nuestra vida y en la naturaleza todo son ciclos?. ¿Nuestra vida gira en torno nuestro, da una vuelta completa sobre nuestra conciencia cada diez años, y, al finalizar, ya somos otra persona?
-Algo así, más o menos.
-¿Entonces no soy el mismo qué cuándo comencé a trabajar en esto de los cosméticos?
-¿Cuántos años llevas ya en ese trabajo?
-Parece que fue ayer, pero ya llevo casi veinte años.
-Pues está claro, Pepe, ya no eres el mismo. De hecho, has cambiado dos veces. Ya has sufrido, o estás a punto de sufrir, tu segunda gran transformación.
-¿Entonces no es únicamente por lo de mi madre?
-Todo influye, Pepe. Todo lo que nos sucede y todo lo que acontece a nuestro alrededor, indudablemente, nos termina afectando por muy duros que nos pretendamos hacer.
-¿Por cierto, quién eres tú, que llevas ahí sentada en mi cama más de media hora y me hablas como si fueras la voz de mi conciencia?
-¿Qué importa quién sea o lo que yo sea?
-Espera, me pongo las gafas, que hay poca luz y este último cambio vital se me ha llevado más de una dioptría de cada ojo. ¡Te pareces mucho a mi madre de joven! ¿Eres mi madre? Dime, no te marches ahora: ¿Acaso eres mi madre? No te marches aún, por favor, mamá, sé que eres tú, quédate un rato más. Te echo tanto de menos, mamá.
-No, no soy tu madre, soy el otoño.

miércoles, 8 de octubre de 2014

Heráclito y mis nudos enfermizos


No es fácil, ni recomendable para la salud de nadie, estar continuamente desatando nudos. De hecho odio a los nudos en todas sus formas y con todas mis fuerzas. En mi infancia no me hice Boys Scouts porque un vecino mio, que lo era, se pasaba el día practicando con cuerdas los distintos tipos de nudos que le obligaban a hacer, según alardeaba él, hasta con los ojos cerrados.
Lo mio no eran, ni son, los nudos. Sin embargo, pese a este público lamento que profiero hoy a los cuatro vientos, debo de reconocer que los nudos me persiguen allí adonde voy.
Por mi simpleza, como su propio nombre indica, sólo domino el nudo simple. El corredizo, el barrilito, el ocho, y, mucho menos, el nudo de horca, no tengo ni idea de como hacerlos, ni deshacerlos. 
Mi escasa elegancia en el vestir tiene mucho que ver con mi incapacidad para hacerme el nudo de la corbata, por tal motivo, y, también, por el hecho de tener el cuello demasiado grueso, cuando acudo a reuniones de alto nivel todo el mundo me mira extrañado al comprobar que no luzco tan imprescindible y formal complemento masculino. 
De joven, cuando aún vivía en casa de mis padres, mi padre, y en ocasiones mi hermana mayor, me ayudaban en la ardua tarea de anudarme la corbata. De hecho, durante todo el servicio militar llevé en la corbata de mi traje de paseo el nudo que me hizo mi padre el primer día, así que imagínense ustedes el aspecto de dicho nudo dieciséis meses después de la jura de bandera. Una vez finiquitado mi compromiso con la milicia, cada vez que tengo que vestir bien, sólo de pensar en la corbata, se me hace un nudo en la garganta. 
El lazo de las cordoneras era el único nudo que no se me daba tan mal. Tal vez por el hecho de que siempre albergué la esperanza de llegar a ser un futbolista de élite y, como Leo Messi, salir de pobre. Sin embargo, en demasiadas ocasiones, cuando avanzaba hacia la portería contraria, con la ventaja que mis prodigiosas piernas me proporcionaban, se me hacía tal nudo en la mente que, al final, la oportunidad se desvanecía, como la ilusión de la mayoría de la gente tras el sorteo de la Lotería de Navidad.
Por mucho que lo pienso, no sé realmente el motivo, los nudos, en todos sus formatos, se empeñan en perseguirme, poniendo a prueba, sin contemplaciones, por sorpresa, o con premeditación y alevosía, mi paciencia.
Últimamente, los formatos y los aspectos de los nudos que me acechan están cambiando. Los más complicados me llegan como si fuesen sopas de letras, sin caldo, ni menudillos, ni nada. Sopas de letras en seco que me llegan por teléfono, o por correo electrónico, o por wasap, o por Facebook, para poner aprueba mi capacidad resolutiva en desanudados metafísicos en tiempo récord.
Todo ello me ha llevado, irremediablemente, a arrojarme a los brazos de los filósofos griegos en busca de respuestas. A enredarme en nudos filosóficos aristotélicos, socráticos o platónicos. Ahora, para más inri, ando enzarzado en los nudos marineros del Barco de Teseo. Al parecer, al regresar de Creta a Atenas todas sus tablas se habían cambiado y Heráclito planteó la pregunta que nos ha llegado hasta nuestros días: ¿Si al Barco de Teseo se le cambiaron todas sus tablas, seguía siendo el mismo barco? Y yo, que llevo varios días intentando desatar el nudo de la Paradoja de Teseo, no puedo parar de pensar en los nudos de ese mítico barco. ¿Cambiaron también los nudos de las maromas de ese barco? ¿O esas dichosas cuerdas no las llegaron a cambiar?. 
¿Ven cómo los nudos siempre me acaban liando?

lunes, 6 de octubre de 2014

Las canas y Les Luthiers


La edad es una cuestión baladí porque si fuera una cuestión paquistaní ya estaríamos hablando de otra cosa. Perdonen que me exprese en estos términos, en lugar de emplearme mediante los principios que todo relato requiere, pero después de ver un ESPECTÁCULO, con mayúsculas, como el de estos argentinos de Les Luthiers, no me queda otra que, humildemente, impregnarme de su estilo por pura admiración y darles a ustedes un rato la brasa con el temita.
La entrada costaba lo que una cena en un restaurante recomendado por la guía Michelin, pero, tras la actuación, como no me quedaron ni diez euros para cenar, mis michelines han salido igual de beneficiados que mi intelecto, suponiendo que yo tengo de eso, que se supone que debo tener, como cualquier hijo de vecino, o de consejero bancario con tarjeta fantasma, o de exministro de injusticia antiabortistaprovidanonacida.
Como les decía, la edad no es condición sine qua non para ejercer únicamente como jugador de dominó y escupir en el suelo, o pasear con los brazos atrás por jardines de hoja caduca y dejarse caducar al unísono de la foresta, o ir a recoger a los nietos del colegio. La ancianidad, ya nos lo han demostrado muchos personajes de la historia reciente, y no tan reciente, no es necesariamente un camino para lanzarse de clavado hacia la tumba, puede ser, también, una etapa maravillosa para crear y aportar muchas más cosas que las que hemos creado y desarrollado en nuestro limitado marco profesional y del que nos liberamos tras la jubilación.
Los cinco integrantes de Les Luthiers quedarían perfectamente acoplados en una mesa de dominó de cualquier centro de mayores de nuestro país, bueno, en realidad uno de ellos tendría que hacer de mirón, ya que, al dominó sólo juegan cuatro, y mirones nunca faltan, y en los jardines menos. Sin embargo, ellos siguen tan activos y creativos como cuando, hace casi cincuenta años, crearon este incomparable grupo que hoy, en Murcia, ha levantado al público de sus asientos.
Me gusta ver a la gente mayor que no se resigna a asumir el papel al que les arrastra esta sociedad nuestra. La gente mayor tiene una experiencia vital de valor incalculable que hoy desaprovechamos, como desaprovechamos nuestros recursos, nuestro tiempo, y nuestra existencia. Los centros de mayores, tal y como están diseñados, son lugares de aislamiento social, de resignación social, la antesala de un geriátrico, o de la unidad de paliativos. 
La gente mayor podría aportar mucho más a la sociedad pero les planteamos una jubilación de dominó y viajes a Benidorm, de bailes y de bingos, en los que con la línea se gana un salchichón y se lleva un jamón quien canta bingo.
Yo fui a un colegio de niños. Por aquel entonces era muy habitual aquello de los niños con los niños y las niñas con las niñas. Ahora la gente mayor se refugia en unos centros de aislamiento, llamados de la tercera edad, en los que su relación con las nuevas generaciones es casi inexistente. Los jóvenes con los jóvenes y los mayores con los mayores. Ayer disfrutando y admirando a estos artistazos septuagenarios de Les Luthiers no pude dejar de reflexionar sobre todo esto. Tal vez sea una de tantas tonterías sobre las que últimamente escribo, pero, es una pena esta acentuada separación generacional que aceptamos como si fuera lo más normal del mundo.
Creo que es un error, por su parte y por la nuestra. Nos estamos perdiendo mucho.

viernes, 3 de octubre de 2014

Monica Bellucci, yo también te quiero


Tengo claro que, a estas horas de la mañana, no debería escribir. Hubiera sido mejor continuar con la sorprendente lectura del libro Jesucristo bebía cerveza, del escritor portugués Afonzo Cruz. Pero mis dedos piden cancha. Mis falanges anhelan moverse, arrastrar sus uñas por mi infecto teclado, dejar sus huellas grasientas sobre teclas desgastadas por el uso, como las que dejan las pisadas sobre un mausoleo de mármol de Carrara tras el paso de los siglos y los siglos.
El cambio de estación siempre me produce mocos. A mi reconocido colon irritable tengo que sumar, también, mi sinusitis crónica. Las celulosas me han reconocido, en varias ocasiones, como consumidor del año. Compro los pañuelos de papel y los rollos de papel higiénico en cantidades industriales. Como si en mi casa viviera una familia del Opus Dei en lugar de una pareja que aspira a la reproducción como un naufrago aspira a que cualquier barco vea sus señales de humo y lo salve. 
Escribo, entonces, en lugar de leer. Lo hago pensando en la cantidad de gente que en este momento estará escribiendo como yo. Intentando entender los motivos que nos arrastran a este desahogo que ya debían de sentir los humanos desde la prehistoria, cuando, aún sin desayunar, o tal vez después de comer carne de oso caducada de la cacería de la semana pasada no la otra, se ponían a dibujar, o escribir, signos en las paredes de sus deshipotecadas cuevas. 
Cuanto más pienso en esos arcaicos homínidos más los admiro. No sólo renunciaron a pagar hipotecas, y a las tarjetas de crédito, y a Mercadona y su marca blanca, y al Corte Inglés con su bonos de descuento de diez euros para tu siguiente compra superior a cincuenta euros, renunciaron, también, a políticos corruptos mediante el uso de la "maza". Si a un pintor de las cavernas, de los que pintaban animales de la sabana, le birlaban su cuenco de pintura, se le daba un "mazazo" y listo. Ahora, nos birlan las prestaciones, nos tienen a los hijos estudiando en barracones, nos quitan las becas, congelan las jubilaciones y se llevan el dinero a Suiza, y a Andorra, y a Liechtenstien -dónde nació, o vivió, o vive Frankestein, que debe ser el que guarda la pasta para que no se la roben- y les reímos la gracia.
Mientras escribo esta mañana, sabiendo que continuar leyendo a Afonzo Cruz hubiera sido la mejor opción, no me siento mucho más evolucionado que los artistas de Altamira. 
Los dibujos que nos han legado para la historia representan imagines bucólicas de caza, y yo, para la posteridad, escribo en esta pared de color blanco, un mensaje tan confuso e infumable como la propia sociedad para la que lo escribo. 
Sé, sabía, que por las mañanas no debería escribir desde las vísceras. Debería ser más cauto y considerado en mis fabulaciones. Pensar más en el Barsa y el Madrid, en las carreras de motos, en la Fórmula Uno, en los pases de pecho de José Tomás, en las fotos de Monica Bellucci que sube diariamente a Facebook mi amigo Jorge, y que nunca se le acaban, como si hubiera jaqueado su cuenta y tuviera acceso a sus más íntimos archivos. Sé, sabía, que desahogarse públicamente tiene sus consecuencias, y las acepto. Sé, sabía, que mis escritos son de poca monta, carecen de la profundidad y la calidad necesaria como para poder trascender entre millones de aspirante a escritores sin EGB, ni Bachillerato, ni Selectividad, ni Filosofía y Letras, y sin nada de nada. 
Escribo de oído y sé, perfectamente, que eso es imposible. Tal vez por ello, esta mañana he decidido emular a los prehistóricos y dibujar sobre esta pared en blanco una especie de graffiti con el paint como salida de pata de banco a este incomprensible relato que, entre ustedes y yo, no debería haber escrito, y que, de hacerlo como lo he hecho, no servirá absolutamente para nada.
No sé imaginan cómo estoy de los mocos. Tengo la nariz hecha una mierda de tanto sonarme.

miércoles, 1 de octubre de 2014

Aníbal comía ternera


Anoche, en una reunión improvisada, delante de un generoso bocata de ternera con mayonesa y un tinto de verano para ayudarle a pasar, le explicaba a José Antonio que tenemos que plantearnos mucho mejor nuestras estrategias y que, una vez estudiadas a fondo, debemos de dotarlas del ritmo más adecuado para que surtan su efecto.
-Todo eso suena muy bien, pero no lo veo nada fácil -me dijo.
-En esta vida no hay nada fácil, y si algo es demasiado fácil es porque, en realidad, no merece la pena -le respondí.
Abusamos demasiado de las estrategias y las ideas que un día nos sirvieron, sin pensar que los tiempos y las situaciones cambian. Hace tan sólo unas décadas enviar un documento a América suponía una semana para que llegara y otra para recibir la respuesta. Ahora, a golpe de click, en décimas de segundo, tenemos el documento en New York y al rato tenemos la respuesta en nuestro buzón, pero no en el buzón de nuestra empresa o nuestra casa, sino en el buzón de nuestro ordenador. Y sin gastos. Y lo amplias. Y lo imprimes a color. Y lo reenvías a cien amigos. y los subes a Facebook.
Como te decía, José Antonio, creo que abusamos demasiado de lo mismo por pura comodidad. Entramos demasiado al choque. Vamos demasiado pronto hacia la confrontación. Trabajamos con ansiedad. Queremos vender la piel del zorro antes de cazarlo. La prisa no es un arma, José, es un contratiempo.
-No sé si te estoy entendiendo, Pepe.
Mira, José Antonio, nuestra ansiedad nos lleva a confrontar demasiado rápido. A ver como te lo explico. Hace algún tiempo me fascinó estudiar las estrategias que empleó el general cartaginés Aníbal, el cual puso en jaque al ejército romano y pasó a la historia de la estrategia militar. Te cuento:
Cuando los romanos esperaban un ataque cartaginés por el mar, Aníbal decidió bordear todo el Mediterráneo por tierra, recorrer toda la costa ibérica, toda la costa francesa, atravesar, con sus elefantes al frente, los Alpes, llegar a tierras italianas (antigua Roma) y darles la batalla por tierra a los romanos en su propia casa. Ya de por sí, esa primera estrategia era descabellada, y por descabellada nadie la esperaba. Aníbal negoció con todos los pueblos por los que iba pasando. Sé dotó del tiempo, los aliados, y los recursos necesarios. Se estudió muy bien las estrategias de las legiones romanas y les derrotó en numerosas batallas que, hasta el día de hoy, se estudian en las academias militares de los cinco continentes. 
Aníbal no tenía prisa, pero tenía muy claro su plan. 
-Pero, Pepe, perdona que te interrumpa, no entiendo como encajar toda esa historia con el trabajo comercial que yo realizo -me dijo.
-Déjame acabar, José -le pedí.
Aníbal, consciente de sus limitaciones, inventó el ataque por los flancos para terminar acorralando al grueso de las tropas romanas, en una acción "envolvente" que a pesar de su simplicidad, vista dos mil doscientos años después, era toda un innovación militar. Rehuir el choque, replegarse en el centro, abrir las tropas por los flancos, y acorralar al enemigo taponando su huida. ¿Lo ves o no los ves ahora, José Antonio?
-¿Quieres decir que voy directamente a por el cliente de una manera precipitada? -reflexionó.
-Nos pasa a veces, José Antonio. Tenemos necesidades, yo lo entiendo. Tenemos ansiedad de vender, de solucionar nuestro problema, de cumplir nuestros objetivos, sin pararnos a pensar en las auténticas necesidades del cliente y en sus ritmos. Sí en lugar de ir tan deprisa, y al choque, fuéramos conquistando metro a metro todos sus flancos, tomando posiciones, conociendo mucho mejor sus necesidades y planteándonos detenidamente cuales son nuestras mejores respuestas, la victoria en la batalla final estaría a nuestro alcance. ¿Me entiendes ahora mejor? -le pregunté.
-¿Crees que voy demasiado deprisa, es eso, verdad? -me dijo confundido.
-Nos ha pasado a todos alguna vez, José Antonio. No veas mis comentarios como una crítica hacia tu trabajo, tómalos como una reflexión. Tu valentía, ya dice mucho de ti. Pero la fuerza sin control, no sirve de mucho, José. Tu valentía y tu fuerza serán más eficaces de la mano de una buena estrategia. Debemos de utilizar más la cabeza y menos la fuerza bruta.
Seamos sutiles  y sigilosos. La verdadera batalla de la vida se gana sin hacer ruido. Cambiemos inteligencia por visceralidad. Propuesta-Respuesta.
Eso es lo que esperan tus clientes de ti: ¡Propuestas!
Así que: propón, analiza, planifica, controla, ejecuta y reflexiona sobre lo conseguido. Lo que consigas, José Antonio, es la respuesta. Buena o mala, depende de ti.
Huye de la improvisación y abraza el método. ¿Quieres un café, José Antonio?
-No Pepe, mejor tomaré una tila. 
-No te agobies, José Antonio. Por cierto, ¿alguna vez te has subido a un elefante? 
-No, pero debe ser emocionante -me dijo.
-Menudo personaje debió ser ese Aníbal. 
-Ni que lo digas, Pepe.