miércoles, 10 de septiembre de 2014

Las sirenas de Riga


Siempre que duermo en este hotel de Riga me acompañan las sirenas. No piensen mal... no me refiero a las mitológicas sirenas que enloquecían a los marineros con sus cantos, ni a otras que cobran por minuto de acompañamiento como los taxis, me refiero a las sirenas de la policía, de las ambulancia, de los bomberos.
Por lo visto, el hotel está ubicado en una zona tan de paso que, tanto arda una casa en el sur de la ciudad, como que apuñalen a un borracho en el norte, yo tengo las mismas. 
En lugar de llamarse Days Hotel, le podrían poner Sirena Hotel y le quedaría más propio. Es lo que tiene viajar, nunca se sabe con lo que te vas a encontrar hasta que lo encuentras.
Por poner un caso: a mí se me había perdido la lluvia y está mañana en Riga, maravillosamente, después de muchos meses, la he vuelto a encontrar. Muchas veces hay que perderse para encontrarse. 
Todo viaje, en contra de lo que podamos pensar, es más introspectivo que otra cosa. Por mucho que queramos visitar, ver, conocer, probar, alcanzar, tocar, fotografiar, grabar, y subir a Facebook, al final nos damos cuenta de que lo que nos llevamos es algo intangible que, a pesar de tanta tecnología, no lo puedes compartir con nadie y lo tienes que digerir a solas, sin bicarbonato ni nada. Y es que los viajes nos cambian la percepción de las cosas, y nos cambian nuestra propia forma de pensar, por una simple acumulación de digestiones de diversa naturaleza.
Todo viaje enriquece por mucho que afecte a nuestra cuenta bancaria y a nuestro colon. A algunos, para enrocarse en su mundo como el único válido y, a otros, para darse cuenta de lo tontos que somos cuando nos pasamos la vida mirándonos al ombligo. Viajar nos acerca a nosotros mismo a ritmo de sirena.
En Riga, o en Tallín, o en Kaunas, o adónde narices te vayas a buscar el no sé qué. 
Irremediablemente nacemos para buscar.


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