jueves, 29 de mayo de 2014

Reclamación


Distinguidos Reyes Magos de Oriente:
Sé que les escribo a destiempo. Imagino que andarán muy ocupados con la preparación de la logística y enfrascados en las negociaciones con la legión de proveedores que tendrán que atender, a lo largo y ancho del globo terráqueo, para la próxima campaña navideña.
Probablemente, todavía, despachando reclamaciones de la campaña anterior. Imagino que, tener una clientela tan universal, no debe ser tarea fácil. Por ello, les pido de antemano mil disculpas, y les ruego sepan entender la inquietud y el profundo malestar que siento en este momento, por la situación de desamparo que sufro desde hace bastante tiempo y que les describo con detalle más abajo. Señores: toda paciencia tiene un límite y, en mi caso, este ya se ha sobrepasado con creces.
Como ya sabrán, quiero reclamarles nuevamente sobre el regalo que me dejaron a los pies del belén de mi antigua casa de la Calle Actor Isidoro Máiquez hace treinta y ocho años. Como recordaran, me trajeron un tren eléctrico de la marca Ibertren. Yo lo abrí muy emocionado, ¿lo recuerdan, verdad?. Se acordarán de que, pocos minutos después de montarlo y ponerlo en marcha, mis amigos me llamaron para jugar un partido de fútbol en la calle, contra los chavales del barrio de al lado. Al regresar, dos o tres horas más tarde, de manera incomprensible, -de ahí surge todo este gran problema que nos ocupa- la máquina echaba tanto humo como si fuera una locomotora de carbón de principios del diecinueve.
No me digan que no es una gran injusticia que, a un niño bueno como el pan de siete añicos -como yo tenía en ese momento- le durara su regalo de reyes menos de tres horas.
Lo que yo pude llorar aquel día, majestades, para mi se queda. Por tal motivo, les preguntaría: ¿Qué tipo de controles de calidad siguen ustedes para homologar a sus proveedores? ¿Por qué no atendieron a mis innumerables reclamaciones? ¿Se van a hacer ustedes, de una vez por todas, responsables de los daños psicológicos y morales que me ocasionaron, y que hasta hoy me afectan y me condicionan en el normal desempeño de mi vida diaria?
De hecho, por su culpa, hoy no soy Director de Infraestructuras Ferroviarias de España, ni Jefe de Estación, ni tan siquiera he podido aspirar a convertirme en un simple maquinista de cercanías. Maldito trauma infantil, sellado a fuego, que aún me pasa factura cada cinco de enero y me machaca el cerebro durante el resto del año.
Alguno de los numerosos terapeutas a los que me he visto abocado a asistir durante todos estos años de suplicio, me han comentado que mi adicción a las drogas de diseño, al alcohol, y al bingo, tiene mucho que ver con ese episodio de frustración, tan violento para mi, como mal solucionado por sus Majestades de Oriente.
Después de enviarles tantas misivas como años han transcurrido desde aquel desgraciado suceso, y no haber recibido respuesta alguna por su parte, les vuelvo a exigir una reparación económica que, de alguna manera, venga a mitigar la situación de desamparo que tantos años me han hecho tan injustamente padecer.
En documento adjunto, como siempre hice en todas las cartas que les envié con anterioridad, les facilito mis datos bancarios para que me hagan la debida transferencia por los seis millones de euros que me adeudan en base a los informes del prestigioso perito forense el señor Onofre Vacas, más los intereses de demora correspondientes.
Espero que, en está ocasión, por fin, tengan a bien atender mi reclamación económica, así como, del mismo modo, les rogaría que me vuelvan a enviar el Ibertren, del que conservo la garantía correspondiente, así como la máquina que, tras aquel fatídico episodio, quedó carbonizada.
Pienso que arreglarlo de este modo, nos ahorraría que llegásemos a la vía judicial.
Siempre se ha dicho: más vale un mal arreglo que un buen pleito.
Atentamente.
Fernando del Toro.

viernes, 23 de mayo de 2014

Ortega y yo


La vida es el tiempo que transcurre entre oleadas de aciertos y errores, entre presencias y ausencias y entre cientos de litros de café con leche. Cabalga, rampante, entre renuncias, alegrías, desengaños, tiempos muertos cargados de intimismo y actos de contrición. 
Y esos tiempos muertos son los que hoy, sin saber por qué, pululan sobre mi conciencia. Espacios vacíos en los que nuestro cerebro se dilata dejando aflorar instantes cruciales a cámara lenta. Momentos que recreamos entre distintas suposiciones que, en su momento, quedaron descartadas sin razón aparente, y que, de vez en cuando, nos interrogan con tono de reclamación.
¿Qué hubiera pasado si...?
El pequeño mundo de nuestra vida subsiste plagado de decisiones e indecisiones. Tan costosas unas como otras. A tiempo o a destiempo. Eficaces o ineficaces. Desmesuradas o insuficientes. 
Como seres humanos, decidimos en base a nuestra cultura y a nuestra experiencia, aunque millones y millones de ejemplares de nuestra especie, entre los que me incluyo, nos vemos obligados, a diario, a tomar partido, sin la suficiente cultura ni la suficiente experiencia. 
¿Alguna vez se alcanza la suficiencia?
En los pueblos, por fortuna o por desgracia, ya no existe un consejo de sabios al que poder consultar. Los quinceañeros creen saber más que sus progenitores. Los padres estamos en estado de ausencia permanente. La apariencia predomina frente a la realidad. Lo superfluo se impone a lo fundamental. El sentido común es, cada vez más, un sentido en desuso y, por lo tanto, el género humano tenderá, en un futuro no muy lejano, a prescindir de él, como en su día prescindió del rabo, o se levantó del suelo para caminar erguido.
Nuestros recuerdos nos acechan en la soledad que sentimos rodeados de una multitud en un centro comercial, o en una playa atiborrada de gente, o en un metro repleto de personas somnolientas que huelen a pachulí. La soledad no se combate con la compañía, ni con un buen libro, ni con un concierto de rock. La soledad es la enfermedad que nos corroe las entrañas en un mundo en el que la gente muere sin decir nada pese a estar todo el día comunicada por tierra, mar y aire.
Encontrar nuestro sitio en la vida no es tarea fácil. El presente nos desborda. El futuro es una quimera y tan sólo nos sentimos propietarios de nuestro pasado y de nuestros recuerdos. Como un hambriento que añora los sabores de los platos que tanto le gustaban sin tener nada que llevarse a la boca.
Ortega y Gasset decía: "Yo soy yo y mis circunstancias". Ya quisiera yo, neófito de la filosofía, tenerlo tan claro como el señor Ortega.

domingo, 18 de mayo de 2014

La caja


Encontrar aquellas llaves pudo haber cambiado el rumbo de mi vida. Aquellas llaves y aquel coche. Y aquella caja que había dentro del coche. Y mi atrevimiento... Siempre fui tan atrevido como imprudente. Soy de los que opina que más vale pedir perdón que permiso. Así que, por todas esas cuestiones, y por otras muchas que omitiré para hacerlo corto y que no se sepa todo, abrí ese coche. El coche no era un coche cualquiera; era un Mercedes de alta gama, tapizado en piel de color beis y con un volante deportivo. La caja estaba en el hueco en el que ponen los pies los acompañantes. Me imaginé ese hueco ocupado por unas piernas delicadas de ninfa con tacones y medias con ligueros. Ese brote de alucinación debió de ser fruto de la conocida erótica del poder. De pequeño, siempre pensé que llevando un coche así todas las mujeres se rendirían a mis pies. Así pues, aquel hueco para pies, debía de llenarse, con frecuencia, con pies de modelos de alta costura, o de actrices, o de cantantes, o de presentadoras de televisión con aires de princesas.
En realidad, no sabía muy bien qué hacía yo dentro de ese Mercedes, en el aparcamiento de aquel centro comercial, mirando como un loco hacia todos lados y más asustado que un cachorro de pastor alemán en una noche de tormenta.
No sabía qué hacer, pero me traicionó el subconsciente. Por un momento dude si arrancar el coche y llevármelo: ¿pero adónde?. Estaba seguro que la policía daría conmigo antes que aprendiera a meter bien las marchas, suponiendo que aquel vehículo tuviera marchas. De hecho, miré hacia el lugar en el que todos los utilitarios llevan la palanca de cambios y allí no había nada. Por todas esas cuestiones, descarté robar el vehículo y centré todas mis aspiraciones delictivas en aquella caja.
La caja no decía mucho. Era una caja de cartón ondulado con el típico color cartón y con un precinto transparente. No tenía ninguna etiqueta, ni marca, ni nada que pudiera aportar alguna pista sobre el contendido de la misma. 
Miré a todos lados con más miedo que hambre. Comencé a sudar. Las gotas, incontrolables y enormes, resbalaban torrencialmente desde mi frente y las veía precipitarse sobre la piel de aquel sillón de color beis acostumbrado a recibir posaderas uniformadas por Calvin Klein. Pensé que aquella caja contendría un buen montón de billetes de quinientos euros. O quizás, joyas de alguna nueva colección. O acciones de Telefónica. Aquella caja me hipnotizaba por momentos. Mis manos temblaban y mi vista comenzó a nublarse. Creo que, en parte, esa sensación la agudizó el olor a nuevo de aquel coche. Siempre me dieron angustia los coches nuevos. Por eso nunca me compré un coche nuevo. Aunque, para qué les voy a engañar, nunca tuve dinero para comprar uno nuevo.
De repente, alguien golpeó con los nudillos la ventana del copiloto.
Miré y era un vigilante del centro comercial que me hacía gestos para que bajara la ventanilla. 
Puse la misma cara que en el entierro de mi suegro y dije con voz de propietario de Mercedes:
-¡Qué pasa joven!
-¿Podría quitar el coche de aquí y aparcarlo bien? -dijo el custodio.
¿Ahora qué hago? Dije para mis adentros. ¿Cómo narices se arrancará esto? En un momento de inspiración le respondí:
-He llamado al servicio oficial. Con todos los millones que me ha costado y no quiere arrancar. 
-Bueno, no se preocupe caballero. Gracias de todos modos -dijo muy sumiso el vigilante.
Todavía no me había repuesto del susto cuando un señor, que me pareció Richard Gere, golpeó la ventanilla y me dijo:
-Oiga, caballero, estoy pensando en comprar un coche como el suyo: ¿Le consume mucho en carretera?
-¡Esto!-respondí nervioso. ¡Esto gasta menos que un Ibiza! Si está pensando en comprarse uno como este no lo dude ni un momento. ¡Menudo cochazo!
-Muchas gracias. Esta misma tarde voy al concesionario. ¡Gracias! - dijo aquel señor con pinta de trabajar en la sucursal de algún banco rescatado por la troika.
Mi corazón bombeaba al máximo de su capacidad. Mis manos temblaban pegadas a aquel volante deportivo. El sillón de piel estaba encharcado. La caja de cartón seguía ocupando su lugar. La gente pasaba mirándome con asombro. Yo miraba a la gente más asombrado aún. Un coche patrulla de la Policía Nacional paró a mi lado. Un policía se bajó y otro se quedó adentro de la unidad. 
En ese momento, no lo pensé dos veces, y salí con disimulo de aquel coche.
Han pasado ya varios días de aquel suceso y aún sigo pensando en qué habría adentro de aquella maldita caja. No se me va de la cabeza.

viernes, 16 de mayo de 2014

Paseando verduras


El artista chino Han Bing ha sorprendido al personal sacando a pasear verduras por la calle como si fueran perros. Desde luego la propuesta no me parece nada descabellada. Supongo que la performace se le ocurriría después de haber pisado una cagada de perro de padre y muy señor mio. ¿Hay algo que nos dé más rabia que pisar una mierda de perro recién plantada?  
Sacar a pasear verduras, ya sean coliflores, lechugas romanas, repollos, o las afamadas "pavas" de La Arboleja es mucho más aséptico, pero no por ello menos social.
De hecho, arrastrar de una cuerda cualquier cosa por la calle puede ser una experiencia digna de un amplio e interesante estudio sociológico.
Por ejemplo, arrastrar con una cuerda por la Gran Vía de Murcia una muñeca hinchable. Un tronco enorme. Un hueso de un jamón serrano recién acabado. Un pollo desplumado. Un saco lleno de balones de plástico. Una silla antigua o de plasticurri de las que son blancas y se ponen negras. Un búho disecado encima de un patinete. Un busto del Generalísimo sobre un carro del Mercadona. Un cuadro falso de Botero con una gorda en cueros. 
Si, por un momento, se lo han llegado a imaginar por separado, imagínenselo ahora todo en conjunto. Si ya lo han visualizado, imagínense ahora, en esa procesión pagana, todos los protagonistas ataviados de lagarterana. O de zombies. O de cantantes de Locomía. 
La cosa del arte contemporáneo es tan divertida o tan aburrida como la mente de cada espectador lo quiera valorar.
Pasear verduras por la calle es una muestra de solidaridad urbana: no molestan, no babean, no cagan ni mean, no muerden a los niños y no asustan a los peatones ni a las peatonas. 
Pasear verduras es un exhibicionismo de autosuficiencia. Una expresión plástica de autoestima y sometimiento hacia el mundo vegetal.
El artista chino Han Bing bien podría ser un embajador permanente de la Huerta de Murcia en el extranjero. Exponer en La Conservera. Desfilar en el Bando de la Huerta arrastrando nuestras emblemáticas verduras y con un cartel gigante en el que se lea nuestro universal lema de: "Agua para Todos", que es como el cubano "Patria o Muerte" pero en rústico.
Han Bing, héroe vegano y, desde ahora -y para siempre-, competidor de nuestro incomparable e irrepetible "Superperrete".
Si alguno de ustedes se anima a pasear verduras por la calle les rogaría que me contaran después su experiencia. No me lo quiero perder.

miércoles, 14 de mayo de 2014

Cambio de pecera


Menudo lío es adaptarse a una nueva tecnología. El Ipad es una pecera extraña en la que cuesta trabajo nadar. Sobre todo para mi, que me costó horrores pasar de las galletas María a las tostadas; con eso lo digo todo. Seguro que dentro de unos días me reiré al recordar mi torpeza. Las máquinas siempre me han dado mucho respeto. Tal vez demasiado. El aeropuerto de Alicante está repleto de turistas rojos como gambas de Huelva. Me planto en Starbucks como prueba inequívoca de que soy un animal de costumbres. Siempre hago lo mismo al llegar a este aeropuerto. Y siempre pido lo mismo. Y siempre me siento en el mismo sitio, mirando a las pantallas cada cierto tiempo y a todas las turistas que pasan por delante de mi. Miro sus caras. Miro sus ropas. Miro sus cuerpos. Miro sus ojos. Miro sus sandalias con calcetines. Miro su piel abrasada y su cara de fin de fiestas. También observo a los hombres y a los niños. También a los ancianos. Personas con la mirada pérdida en el horizonte. En sus Ipad -yo miro al mio como una pecera con agua turbia-. En las pantallas que ofrecen los números de las puertas de embarque a mil y un destinos sin sol aunque atiborrados de euros que no saben en qué gastar. 
Tengo empezado un libro de Murakami y, en la recámara, aguarda su turno otro de Houellebecq. Tengo el estómago revuelto. Tengo once días por delante para adentrarme en Centroamérica. Tengo mucho por hacer. Metas por alcanzar. Gentes por conocer. Paisajes por descubrir.
Y el hijo que tanto esperábamos aún está por llegar. La cigüeña, traicionera, debió extraviar nuestro pedido. Otro intento más. Otro ciclo perdido en esta vida cíclica. De todos esos intentos nos quedan dos peces dando vueltas en una pecera en el centro de nuestro salón. Nos quedan las fotos de todos los embriones que se quedaron por el camino. El rápido y el lento. La liebre y la tortuga. A los otros ni los llegamos a bautizar. Viajes a Tres Cantos. Pinchazos y más pinchazos. Pastillas y más pastillas. Ecografías y más ecografías. Sueños. Espera. Incertidumbre. Y, después: fracaso, vacío y llanto. Mientras yo escribo en Starbucks mi esposa llora, frente a los peces, en nuestro sofá. Tal vez por su soledad. O por su cansancio. O por su temor. O por mi. 
Comienza otro ciclo de viajes. Otro esfuerzo. Otra lucha. Comienza otro vano intento por salir adelante en este más difícil todavía circense sin redoble de tambores y con payasos de traje y corbata. Ya tengo puerta de embarque. Todo comienza de nuevo. Cambio de pecera.

sábado, 3 de mayo de 2014

Cámara café


En una conversación frente a la máquina del café en una empresa de cosméticos.

-Pepe: ¿Puedes escribir algo de risa? Hace días que sólo hablas de filosofía y eso nos aburre como ostras.
-Estoy cansado de escribir humor.
-¿Se puede llegar uno a cansar de escribir humor?
-¿Se puede llegar alguien a cansar de hacer el amor? -le pregunté.
-Sí, claro. A mi me pasó una vez.
-¿Sólo una?.
-Sí, sólo una.
-¿Y por qué te cansaste de hacer el amor?
-¿Y por qué te cansaste tú de escribir historias de risa?. Me respondió a la gallega.
-Es distinto, Alfredo, no jodas. ¿De hacer el amor no se cansa nadie?
-Jajaja. ¿Qué no se cansa nadie de hacer el amor?
-Claro que no. Eso es que eres un flojeras.
-Pues anda que tú, que te cansas de escribir chistes.
-¡Oye, tío, un respeto! Yo no escribo chistes. Malos o peores pero son relatos.
-Sí, rollos de esos que escribes a diario después de desayunar.
-Pues bien que los lees, amigo.
-De vez en cuando... No te pienses que los leo tanto. Sólo me gustan los de risa. 
-Macho: ¿tu has ido al psicólogo?
-¿Y para qué tendría yo que ir al psicólogo?
-Quizás tengas una depresión. 
-¿Yo? ¿Pero qué me estas contando, Pepe?.
-No sé. Tanta necesidad de leer humor. A ver si va a ser qué... ¡Vamos, digo yo!.
-Estoy genial. Mejor que nunca, chaval.
-Pero dices que te cansas de hacer el amor.
-¡Eso fue hace tiempo! Ahora lo hacemos una vez por semana y ya no me canso.
-Ves, Alfredo. Por eso quieres leer más historias de humor. En el fondo a ti te gustaría estar haciendo el amor y cómo no te dejan entras a mi blog a subirte el ánimo y olvidarte de tu frustración.
-¿Tu crees, Pepe?
-Vamos, yo no soy psicólogo, pero tengo una amiga, que fue mi primera novia, que es una terapeuta de pareja muy reputada.
-¿Tienes su teléfono?
-Sí, luego te lo paso por WhatsApp.
-¿Cobra mucho por sesión?
-Sesenta pavos.
-Joder macho. Pues, sabes qué te digo, mejor escribe tú un par de historias de risa y te invito a comer.
-¡Trato hecho!

jueves, 1 de mayo de 2014

Vidas farmacológicas


Galopan las semanas a lomos de la frustración. La realidad se atempera rodeándose de adornos superfluos, que, por momentos, nos alivian de nuestros males invisibles. Mundos repletos de aislamiento. Zumbidos imperceptibles de palabras que no se dicen, de cosas que no se hacen, de decisiones que se postergan, de sueños que no se cumplen, de viajes que no se hacen, de fantasías que se caducan víctimas de los prejuicios fabricados por mentes pretéritas a golpe de sable y mediante baños de sangre.
Esos muros invisibles se complementan perfectamente con leyes y normas de toda condición, con muros de hormigón, con alambradas de espinas, con garitas, con dedos en el gatillo, con uniformes de color caqui, con sotanas de color púrpura, con cruces, con altares, con banderas de todos los colores, con águilas bicéfalas, con hoces, con martillos, con estrellas, con himnos.
Y, bajo toda esa capa ingente de señuelos, subsistimos los demás, asumiendo las leyes, poniéndonos firmes, de rodillas, postrados, con la piel de gallina, resignados, convencidos, ensalzados, rindiendo tributo al Becerro de Oro y aparentando normalidad.
Vivimos la vida felizmente infelices. Visitando parques temáticos de edificios de cartón para visitantes encartonados. Adoptando roles modélicos. Vistiendo con genuinas marcas. Asistiendo a espectáculos exclusivos. Diseñando nuestro cuerpo al estilo del momento. Bebiendo lo que hay que beber. Fumando lo que hay que fumar. Diciendo lo que hay que decir y callando lo que hay que callar.
Y, pese a estar perfectamente afiliados, cumplir a rajatabla los cánones establecidos, aparentar la perfección que se nos exige, colgar las fotos felices en Facebook, viajar a destinos de ensueño y conducir coches de alta gama, seguimos subsistiendo a base de ansiolíticos.
La ansiedad es el gran negocio del momento. Bajo su influjo consumimos como posesos.
Vidas contemporáneas dependientes del dictado y estrechamente ligadas a la farmacopea.