lunes, 24 de febrero de 2014

Nitrógeno líquido.


El GPS me ha hecho dar varias vueltas mientras su voz destartalada de extranjera cazallera me insistía en que había llegado a mi destino. He tocado varias veces el timbre del aparcamiento, sin éxito. Pongo las luces de emergencia. Salgo del coche y entro al hotel. No hay nadie en la recepción. Al fondo se escucha la inconfundible voz de un argentino. Una chica llega corriendo. Se disculpa alegando que tiene que estar para todo. Me causa mala sensación el establecimiento. Una rubia despampanante, compañera del argentino, le dice a la chica que llevan un buen rato esperando a que alguien les sirva unos cafés. La chica despampanante no tiene acento argentino. Me dan mi habitación: la trescientos doce. Siempre me gustó el doce. Miro el reloj. Es la hora de cenar. Por el cansancio, decido cenar incluso antes de subir a la habitación. Me siento al fondo, próximo a la gente que habla. El argentino dice ser intermediario de un grupo internacional inversor que compra empresas a precio de saldo. La chica despampanante es su secretaria. El tercero en la conversación es el dueño del hotel. Les sirven los ansiados cafés. Me entregan la carta para cenar. La chica, que está para todo, me aconseja de primero: unos guisantes salteados con jamón, y de segundo: un lomo en salsa con patatas fritas. Le acepto la sugerencia dada mi condición de omnívoro. Mientras espero, contesto correos. Sin querer, o tal vez queriendo, escucho toda la conversación. El argentino quiere datos generales de la situación económica del hotel. El dueño del hotel le ofrece también otro de sus hoteles. El mediador oculta los datos del grupo inversor pese a la continua insistencia del hotelero. La secretaria insiste en que, en esta primera fase de acercamiento, el grupo inversor exige permanecer en el anonimato. El dueño del hotel parece desconfiado. El argentino exhibe, una y otra vez, sus grandes conocimientos sobre las empresas de la Comunidad Valenciana con las que asegura haber colaborado en numerosas ocasiones. La chica, que está para todo, me sirve los guisantes. La conversación sigue su curso. Pese a la desconfianza del propietario, este accede a enviarle los datos que le requiere la pareja por correo electrónico. Me sirven el segundo plato. Un grupo de extranjeros llega al hotel. El argentino, y su rubia despampanante, se despiden del dueño del hotel, mientras yo me voy despidiendo de mi lomo en salsa con patatas fritas. Subo a la habitación. Conecto la tarjeta magnética. Se enciende la luz. La habitación está mejor de lo que pensaba. Abro mi bolsa de viaje y busco mi camiseta con la que habitualmente duermo. No está. La busco nuevamente pero sigue sin aparecer. Empiezo a darme cuenta de que la noche será larga. No concilio bien el sueño cuando me acuesto, en invierno, sin una camiseta. Conecto la calefacción. Siento calor. Apago la calefacción. Siento frío. Enciendo la calefacción. En la habitación de al lado parece que hay trajín. De nuevo siento calor. Apago la calefacción. Miro el reloj: la una y treinta y nueve de la madrugada. Vuelvo a sentir frío. Pienso en nuestros embriones congelados en la clínica de fertilidad, ellos deben tener bastante más frío que yo sumergidos en nitrógeno líquido. Enciendo la calefacción. Pienso en el mediador argentino. Pienso en su secretaria... Vuelvo a sentir calor. Pienso en el misterioso grupo inversor. Sueño que estoy sumergido en nitrógeno líquido. Me despierto sobresaltado. Me vuelvo a dormir. Me despierto. Conecto el ordenador. Escribo. 
Mario me espera en la recepción. Otro día más.

domingo, 23 de febrero de 2014

ARCO 2014


Tras varios años de ausencia, he regresado a ARCO. Sin embargo, tras llevar media hora en la feria de arte contemporáneo de Madrid, me parecía estar viviendo una secuencia de escenas ya vividas: las mismas caras, los mismos artistas, las mismas galerías, las mismas obras, las mismas ideas, los mismos precios disparatados. Nada, o muy poco, ha cambiado en Arco en todo este tiempo. ¡Qué pena!
El mundo del arte contemporáneo es una cosa y el negocio del arte contemporáneo, que aquí campa a sus anchas, es otra bien distinta. Pese a todo, he de reconocer que me gustan mucho estos saraos. 
Mis paisanos de la galería T20 han tenido un relativo éxito, con "Congress Topless" una instalación del artista francés Yann Leto, en la que, cada hora en punto, una chica realiza un striptease. Sin duda, una representación con un mensaje tan reivindicativo, o tan manido, como cada espectador quiera interpretar. 
Casi todos mis favoritos estaban presentes: Susana Solano, Luis Gordillo, Eva Lootz, Carlos Pazos, Pello Irazu, incluso, me he llevado la sorpresa de tropezarme con una escultura del artista británico David Nash. Sutil y muy interesante me ha parecido una obra de Curro Ulzurrun presente en la Galería Trinta (Santiago de Compostela) titulada: "Te apoyas en el agua". La Galería ADN de Barcelona sorprende gratamente con la obra del artista Carlos Aires, formada por billetes de todas las nacionalidades convertidos en collages, con una gran carga social y política, que, pese a su sencillez, consiguen llegar, de manera clamorosa, a un público que se le entrega fusilando su obra con miles y miles de fotografías. A Carlos Aires le podrían otorgar, en esta edición de la feria, el premio revelación o el comodín del público. Sin duda, se lo merece.
Por último, otorgaré una mención especial a la obra de la finlandesa Mia Hamari, presente en la galería Forum Box, de Helsinki. Sus obras, unas híbridos antropomorfos, otras objetos animados, a caballo entre la escultura y la instalación, no han dejado indiferente a nadie y, menos aún, a los compradores.
Pero ARCO es mucho más que arte. A mí me fascina observar las reacciones de los espectadores, tan distintas y tan singulares como visitantes tiene esta feria. Por tanto, es tan importante para esta mística relación, el artista que propone como el espectador que interpreta y valora. 
ARCO es todo esto. ¿Bueno o malo? Menudo dilema. Vengan el año que viene y juzguen ustedes mismos.

sábado, 22 de febrero de 2014

Venancio XIV


El encuentro con su tío se produjo al día siguiente. Venancio no pudo conciliar bien el sueño durante toda la noche. Su tío Ramón representaba, de alguna manera, el único vinculo familiar directo que le quedaba. Durante esas largas horas de insomnio, sus pensamientos se repartieron, incansablemente, entre su casa en la montaña, la cara de su joven amada, el nerviosismo por el reencuentro con su tío, el enfado de Lola, y, sobre todo, su futuro incierto. Barcelona o, más concretamente, su cambio de vida, no le habían aportado nada de lo que él esperaba encontrar. ¿O tal vez sí?
Lola los había citado en la cafetería que había en la esquina de la calle, a las diez en punto de la mañana. Un sol radiante dominaba sobre un cielo profundamente azul. Martina, en la puerta de la casa, se despidió de Venancio con un beso de estación, como los que las novias ofrecían a los quintos al marcharse a la mili, mientras el resto de las chicas, desde el fondo del pasillo, observaban la escena con cierta envidia o como si de un capítulo de su radionovela favorita se tratara.
El primero en llegar fue Venancio. El camarero que solía llevar los cafés a la casa le saludo amistosamente. 
-¡Hola Venancio, qué raro verte por aquí! ¿Cómo están tus chicas? -le preguntó el mozo, con retintín.
-Están mejor que nunca. ¿Me buscas una mesa, por favor?. Vamos a ser dos personas -le solicitó Venancio, con pocas ganas de darle conversación.

El local estaba lleno. El olor a café recién tostado inundaba con su olor característico todo el establecimiento. El vaporizador de la cafetera sonaba como el vapor de un barco. Los camareros cantaban al aire sus comandas, mientras que la gente, mayoritariamente hombres, hablaban sobre el último enfrentamiento del Barsa, en la Copa de su Excelencia el Generalísimo, frente al Bilbao y sus míticos leones de San Mamés. A Venancio el fútbol no le atraía nada, de tal manera que esas acaloradas conversaciones le sonaban ajenas e insulsas. Dos señoritas entraron al bar e ipso facto se armó un fenomenal revuelo en el local, que propició un cambio brusco en el contexto de las conversaciones, pasando de contenidos deportivos a otros más picarones y morbosos. A Venancio también le llamó poderosamente la atención esa actitud infantil de los hombres. ¿Acaso no habrán visto a una mujer en su vida? -se preguntó.
Mientras observaba y reflexionaba con asombro sobre todo el ambiente de la cafetería, llegó su tío.

-Hola Venancio: ¿te acuerdas de mí? -le dijo un señor vestido de negro de pies a cabeza.
-Claro que me acuerdo, tío -respondió el joven haciendo el amago de levantarse.
-No, no te levantes. ¿Has pedido café? Yo quiero un café con leche. ¿Qué tomarás tú? -le preguntó su tío Ramón, con cordialidad.
-Otro por favor -le solicitó Venancio.
-Y dime, jovencito:¿cómo te está yendo en Barcelona?. Me dijeron que el amor ha llamado a tu puerta, antes de que te haya dado tiempo a conocer la estatua de Colón.
-Sé, tío Ramón, que me salté las normas. Pero qué se puede hacer contra el amor cuando este llama a tu puerta -le respondió Venancio, con ingenuidad.
-¿No eres demasiado joven para pensar en esas cosas? -le cuestionó su tío.
-Siempre fui demasiado joven para todo. Fui demasiado joven para perder a mis padres. Fui demasiado joven para vivir sólo y salir adelante. Fui demasiado joven para dejarlo todo y venir a Barcelona en busca de un sueño. La vida me ha forzado a ir por delante de lo que, en cada momento, se suponía que era lo normal para un chico de mi edad -explicó Venancio. 
-¿Sabes que quisieron meterte en una casa de acogida y que fui yo quién intercedió por ti, ante el párroco de tu pueblo, para que te dejaran en tu finca a ver como te desenvolvías en esa situación? -le preguntó su tío.
-No, nunca supe nada de eso -contestó el joven.
-No tenías la edad legal para vivir emancipado. Me costó Dios y ayuda. Tuve que remover cielo y tierra, pero al final logré lo que tú me pediste en el día del entierro de tus padres. ¿Lo recuerdas? -le preguntó el familiar.
-Demasiado, tío Ramón. Pero nunca supuse que lo que le pedía fuese tan complicado -exclamó Venancio.
-Aún no tenías ni catorce años, pero trabajabas y te comportabas, desde muy niño, como un adulto. Reaccionario, anticlerical y testarudo como tu padre y adorable como tu madre -le describió su tío.
-¿Por qué mi padre no le podía ver si eras su único hermano, sólo por ser cura, o había algo más? He pensado mucho en eso y nunca lo llegué a entender, es como si me faltaran cosas que no sé -explicó Venancio.
-Mejor tomemos el café con leche antes de que se nos enfrié. Sabes, hijo: no hay otra cafetería en toda Barcelona que los pongan como aquí, directamente de Colombia a Barcelona, parece mentira, con lo lejos que eso queda. 
Por cierto, Venancio, estas hecho todo un hombre. Ni te imaginas las ganas que tenía de volver a verte.

domingo, 16 de febrero de 2014

La maniquí de los Sapos


Ser una maniquí sin brazos, aunque se tengan buenos senos, no es suficiente para asegurarse una plaza de por vida en ningún escaparate de Fábricas de Francia. Y eso es lo que me paso a mí. Bueno, en realidad, a mi me fabricaron con brazos. Unos brazos por cierto, que serían hoy en día la envidia de cualquier modelo anoréxica. Largos y delgados, con unas manos también muy alargadas, con dedos de pianista, a los que mi amiga Coral, cuando estaba aburrida, le daba por cambiar los colores de mis uñas.
Aunque yo creo que muy aburrida no estaba. Lo que ocurría es que, cuando el señor Venancio, nieto de españoles, le decía a Coral: esta tarde, al cerrar, te quedas a cambiar el esmalte de las uñas de las maniquís-, ella ya sabía a lo que se refería.
Las manicuras duraban, básicamente, lo que tardaba toda la tienda en despejarse de empleados, y lo que tardaba Paco el vigilante en cenar, para lo que el señor Venancio le invitaba a marcharse al restaurante de enfrente, alegando que no se preocupara, que mientras Coral arreglaba las uñas, él se quedaría vigilando. Más o menos con esta artimaña, conseguían media hora, que casi siempre, y debido a los problemas de eyaculación precoz del encargado, les daba tiempo de sobra.  Pobrecita mi Coral. ¡Que mal cogía el gachupin!
Coral, casi semanalmente hacia esta obra de caridad, dependiendo de las actividades sociales de la señora del señor Venancio, por ello cobraba un pequeño sobresueldo de quinientos pesos.
Me tenía muy mimada esta Coral, mal acostumbrada, diría yo.
La mejor esquina de la tienda era para mí. Los mejores trajes eran para mí. Los mejores zapatos eran siempre para mí. Los bolsos más actuales también me los colocaba Coral a mí. Lo que hacía que me sintiera una privilegiada entre toda la legión de maniquís que allí estábamos expuestas.
Incluso, por aquella época, trabajé en la sección de lencería, luciendo unos modelazos que eran la envidia de la mayoría de las clientas. Algunos maridos eran regañados por mirarme de forma descarada, ¡como si yo fuese una modelo viviente! En ocasiones, algún madrazo vi darle a algún babeante marido que, al lado de una muy lustrosa señora, se quedaba boquiabierto repasando mi artificial y plastificada anatomía. Pienso que las señoras se imaginaban en la mente de sus calenturientos maridos la imagen de alguna jovencita consentida por sus esposos, y el cachetazo se lo llevaban, por si sí o por si no.
Recuerdo que en los probadores de señoras, tuvieron en su día que colocar un vigilante, por que le dio por entrar a ellos a un chavo, vestido de vieja, que luego se dedicaba ha hacer agujeros en las paredes de los probadores con un berbiquí. Una vez que el tipo se sentía ya bien chaqueteado, colocaba un chicle, se volvía a vestir de vieja y se marchaba.
Todo esto le fue muy bien, y el tipo acudía a diario a los probadores. Pero ocurrió un día que debió de disfrutar tanto que no se acordó de volver a disfrazarse, y salio vestido de puro machote, al tiempo que las dos encargadas estaban en la mera puerta de la sección. No pudo escapar y se lo llevaron preso pero muy satisfecho.

Otra de las cosas que recuerdo, con cierta pena, eran aquellas señoras que acudían a Fábricas de Francia a apropiarse de lo ajeno. Y no vayan a pensar que todas lo hacían por necesidad, ni mucho menos. Las había que lo hacían por puro vicio. Sobre todo una rellenita culona, lo hacía por puro placer. Era la esposa de un conocido doctor de Puebla. Cuando llegaba a los almacenes, antes de nada, observaba detenidamente a los vigilantes, porque había un turno en los que los dos vigilantes de la segunda planta, le llevaban de cabeza. Una vez se percataba de que, efectivamente, se trataba de sus preferidos los de esa guardia, se dirigía a la sección en cuestión y descaradamente se metía algo en el bolso. Claro está, al instante, era requerida por estos para que les acompañara a un cuarto en el cual era debidamente cacheada y revisada. La señora siempre hacia el mismo teatro…
¡Por Dios y por lo que más quieran! ¡Haré lo que ustedes me pidan pero que no se entere mi marido de nada de esto que me mataría! ¿Saben ustedes? ¡Estoy dispuesta a todo lo que ustedes deseen de mí! Todo este teatro termino convirtiéndose en una rutina, y a la segunda ocasión se abreviaba mucho la interpretación y se implementaba mucho más la parte de la acción.
A la media hora, solían salir del cuarto los tres la mar de sudorosos, regañando a la señora… ¡Y no lo vuelva usted a hacer!

Mi final en la alta costura vino dado simplemente por un cambio de quitaesmalte. Sí, sí, aunque pueda resultar patético así fue. Mi querida Coral habiéndose acabado el quitaesmalte que utilizaba habitualmente cada vez que le tocaba coger con el señor Venancio, recibió otro de otra marca, que al depositarlo sobre el algodón y frotarlo contra mis plásticas uñas, hizo que mis dedos se deshiciesen en los suyos. Ese fue el comienzo de mi trágico destierro.

Sólo recuerdo, después de aquel soponcio, que me vi desnuda y bocabajo metida en un contenedor, rodeada de cajas vacías de Fábricas de Francia y, lo peor de todo, los brazos se desgarraron de mi cuerpo y yacían en el fondo del basurero. Allí pase varias horas hasta que note como alguien tiraba de mis esculturales piernas y me sacaba de tan incómoda postura. Me puso de pie frente a él y la verdad, era todo lo contrario de lo que cualquier maniquí consideraría como su superhéroe. Era un tipo más bajito que Joselito, regordete y con unos bigototes grasientos y sucios, como si se acabara de tragar tres cemitas de pata. Pero lo peor  vino cuando me abrazo contra él y me beso en la boca. Esto me trastorno y me hizo creer las historias que contaban las otras maniquís del almacén, que decían que había señores que cogían con muñecas, y que yo nunca me había terminado de creer. Desesperada, pensé que había llegado el momento de tener mi primera experiencia sexual, por lo que rogué a Dios para que al menos tardase lo mismo en venirse que el señor Venancio.

Pero, afortunadamente para mí, todo quedo en un tierno y cariñoso arrebato. Después me colocó de pie, en su bicicarro,  mirando hacia delante, y comenzó a pedalear rumbo al centro de la ciudad. Yo iba prácticamente a su lado y la gente nos miraba, como asombrados por la singular imagen que deberíamos ir dando. Al pasar por al lado de dos chavos que deberían ir bien pedos, estos gritaron… ¡Vivan los novios!

Saliendo de la zona centro llegamos a una zona de chavolas y, en una calle sin asfaltar y medio a oscuras, paró su bicicarro y me metió en su jacalito. Después de beberse una botella de cerveza Modelo rellena de mescal barato, le escuche decir algo así como: ¡ya tenia yo ganas de acostarme con una guera como esta buey!...Me agarró, me metió en una sucia y mugrienta cama, y me besó los pechos en no sé cuántas ocasiones porque perdí la cuenta. Tras los besos, me puso un muslo por encima y comenzó a culear hasta que llegado un momento se paró y se durmió. Pude intuir que aquello había sido mi primera experiencia sexual y me hizo sentir bien, ya que, según había podido oír en numerosas ocasiones a muchas chavas en la tienda, más o menos, todas platicaban haber sentido lo mismo que yo, o sea nada.

Por la mañana, de nuevo, me montó en el carro y comenzó a pedalear con rumbo desconocido. Pasamos por el zócalo y pude sentir el frescor que desprendían sus enormes y viejos magnolios, el fuerte olor del aceite requemado de la clásica churrería, y pude contemplar como nos miraban con asombro los boleros y, algunos de ellos, nos saludaban agitando sus embetunados trapos al aire.
Mi destino final no era otro que la Plaza de los Sapos, en la que, todos los fines de semana, se agrupan decenas de puestos de antiguallas y cachivaches de todo tipo. Al llegar mi violador me agarró y me puso bajo su brazo, como un estudiante que portara sus libros. Esto me incomodo enormemente, por lo que al fin entendí que este hombre no se había enamorado de mí; tan sólo me había utilizado. Para que no me quedara la más mínima duda, al llegar a un puesto en el que un señor, todavía más feo que mi forzador, ordenaba unos cacharros, se detuvo y le dijo: ¿Cuánto me darías por esta guera?: ¡No más de cincuenta pesos, mano!... ¡Ni brazos trae, buey!  le respondió el anticuario. ¡No se hable más, pues!... ¡Trato hecho, patrón!

Así fue como pasé del negocio de la alta costura, a la bajeza de hallarme desnuda y tirada en una bañara desconchada en plena calle. Siempre se ha dicho: la vida puede dar muchas vueltas.

Nota del autor: Este relato pertenece a mi primer libro de relatos titulado: Vidas Ordinarias. 
El libro está ambientado, y escrito casi en su totalidad, durante mis continuos viajes de trabajo a México. (1.999-2013)

sábado, 15 de febrero de 2014

La renuncia


Cuando todo el mundo esperaba que apareciera exultante a recoger ese premio, a mí me dio por irme a la playa a caminar descalzo.
El acto de entrega estaba previsto para las seis de la tarde. A las cinco en punto aparqué mi coche, me puse una gorra, caminé unos cuantos metros por un camino hecho de maderas venidas de Suecia, tratadas químicamente para aguantar las embestidas del clima y los ataques de los insectos xilófagos, y pisé la arena.
El sol ya estaba bajito, inclinado sobre las aguas del Mediterráneo que le esperaban mansamente, como para entregarle su merecido premio, o su diario y reconfortante descanso.
En la lontananza divisé a un grupo de jóvenes, de no más de quince o veinte años, que venían corriendo hacia mí. Me puse las gafas de ver de lejos. Miré el reloj, marcaba las cinco y cuarto. A traición, un perro olisqueo mi trasero con el descaro con el que todos los perros lo suelen hacer, y ante el típico chillido de su dueña: ¡Boby estate quieto, no seas cochino!
-Disculpe, señor, es que este perro mio es un poco guarrete -dijo la mujer, como para quitar hierro al asunto.
-¡Pues póngale un bozal y no lo lleve suelto, señora! -le respondí enojado.
Tras el incidente con el perro, y su dueña, miré hacía la chicas. Las gafas de ver de lejos parecía que me estuvieran jugando una mala pasada. Las chicas corrían en topless como si de un grupo de indómitas amazonas se tratara. Me quité las gafas. Me froté los ojos con ambas manos. Me volví a poner las gafas. Sobre los turgentes senos se balanceaban unas medallas que colgaban de sus cuellos mediante unas cintas con los colores de la bandera de España. Ipso facto pensé que podría tratarse del equipo olímpico de atletismo femenino. Pensé en un entrenamiento de las militantes de FEMEN contra el ministro Gallardón. Pensé en la performance de algún artista sueco grabando un vídeo, de última hora, para ARCO 2014, para después venderlo en la feria de arte contemporáneo por un pastizal con el IVA rebajado.
Mirando fijamente esas tetas, recapacité sobre la ley de la gravedad de Newton. Yo sí estaba muy grave, aunque no sé si como Newton, o como un simple mirón de playa a poco de convertirse en un decrépito y morboso cincuentón.
De nuevo miré el reloj. Las cinco y media. Continué mi avance hacia la nada. El sol estaba más bajito. Un gavioto (¿se llamará gavioto al macho de la gaviota, o no?) se montaba sobre una gaviota que chillaba como si estuviera disfrutando del mayor orgasmo de su vida. El muy pájaro lo hizo varias veces seguidas. El perro, que minutos antes me había metido su hocico en el culo, se lanzó a comerse a las gaviotas en plena cópula, ante lo que el gavioto, heroico, se lanzó como un kamikaze a picotear la cabeza del can como si le fuera la vida en ello, y esté salió aullando con el rabo entre las piernas.
-¡Bien hecho, gavioto!, me dije entre dientes.
Retomé mi lenta caminata. Sentía tan húmeda la arena, como el hocico del perro, el sexo de la gaviota, o mi entrepierna al recordar los senos desafiantes de las vigoréxicas atletas.
Pensé en la cara que pondrían todos al ver que pasaba olímpicamente de recoger esa mierda de premio que pretendían entregarme. ¡Estoy de premios y de aduladores hasta las narices! -dije en voz alta aprovechando que no había nadie cerca de donde me encontraba.
La luz era más débil. Las olas rompían suavemente contra aquella playa de fina arena. Me entretuve cogiendo conchas y caracolas como hacía de niño y que luego mi madre siempre tiraba a la basura.
-¡Cuántos enredos y cuánta mierda pone este crío, por Dios! -exclamaba desesperada mi progenitora sin que yo entendiera el origen de su mal carácter.
Al agacharme a recoger una gran caracola, el perro oliscón me montó por detrás en un intentó desesperado por iniciarme forzosamente en la práctica de la zoofilia. 
-¡Quita hijo de perra! -le dije refiriéndome inconscientemente a su madre.
-¡Boby, estate quieto Boby! -gritó desesperada la dueña.
-¡Señora, le pienso poner una denuncia por daños morales, esto es el colmo! -le grité a la mujer con la vena del cuello hinchada, mientra observaba la salchicha roja que colgaba de la entrepierna de aquel enfermizo perro. 
-¡Le ruego que me disculpe, caballero! -me respondió la mujer poniendo cara de no haber roto un plato en su vida.
-¡Les ruego que se vayan, usted y su perro, a la mierda! -le dije fuera de mis cabales.
-¡Oiga caballero, sin insultar! -me dijo la señora tan ofendida.
-¡Anda bonita, que le folle un pez! -le respondí ofuscado.

Tras cinco minutos más de intercambio de insultos e improperios, decidí poner pies en polvorosa. Ya la luz era muy tenue. Mis nervios estaban más crispados que cuando llegué. Mientras tanto, disfrutaba pensando en la cara que habrían puesto al ver que había pasado de su maldito premio. Eran las seis y media. A lo lejos divisé un grupo de gente. Seguí caminando intentando recobrar la calma.
Ahora lo veía mejor. Aquel grupo eran las jóvenes en topless. De nuevo me inquiete. Me limpié las gafas con la camiseta. Las muchachas corrían hacia mí. Yo no veía sus caras, tan sólo el bomboleo hipnótico de sus senos. Cada vez más cerca. Y yo cada vez más húmedo. Cada segundo más tenso.
Me rodearon. A mi alrededor todo eran senos. De repente, todas se abalanzaron sobre mí y me colgaron en el cuello sus medallas. Me vi con diez o doce medallas. Me sentí como Usain Bolt en los Juegos Olímpicos de Londres. No vi por ningún lado al artista sueco. Ni tampoco a la señora ni a su vicioso perro. Ni a la pareja de gaviotas en celo. 
Mas sin embargo, allí estaba yo con las medallas. Solo. Asustado. Confundido. Laureado.
Al menos, por fin, la playa estaba desierta y el mar bañaba mis pies.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Compromiso


Escasean las ocasiones en las que puedo celebrar la llegada de un nuevo seguidor a este humilde y estrambótico magazine, que mantengo desde hace casi cinco años sin saber para qué, por lo que espero que no se tomen a mal que lo celebre como si me hubiera tocado el Euromillón.
Una nueva cara, un nuevo recuadro, un nuevo lector -en este caso lectora- que escudriñará mis escritos con mucha más solvencia que el descarado e insensato que las escribe.
Cada vez que ese milagroso acontecimiento sucede, mi compromiso se fortalece, mis votos se renuevan y mi espíritu literario se desparrama para inundar el valle de la creatividad con relatos cargados de sentimientos y sinceridad.
Otra de mis lectoras María S. ayer me lanzó unos piropos que consiguieron alegrarme el día en la unidad de oncología, cuando acompañaba a mi madre en una de sus periódicas visitas. Allí, sin embargo, no me gusta ver caras nuevas y menos aún si son conocidas. Cada vez que veo una cara nueva en oncología mi colon irritable se convulsiona como una morcilla en agua hirviendo. Ayer, por desgracia, fue uno de esos días. Juan no me vio, pasó con su esposa junto a mí con la mirada perdida. Hace unos pocos meses que se jubiló, después de toda una vida trabajando tras un mostrador, y el cáncer, sin ningún preámbulo ni sensiblería, ya lo ha llamado a filas. 
-¿Toda la vida trabajando para eso? -me pregunté entre dientes.
Así que, como ustedes comprenderán, entre bonitas palabras y grandes sufrimientos surgen relatos a borbotones. Mi compromiso, más que con nadie, es conmigo mismo. Mi margen de mejora, enorme. Mi paciencia, en esto como en todo lo demás, infinita.
Gracias a mi nueva seguidora, y gracias a María S. que hace algún tiempo dota de calidad a este blog, con sus acertados y generosos comentarios.
La vida sigue, para bien y para mal.

lunes, 10 de febrero de 2014

Erre que erre


Cuando leo a gente que realmente sabe escribir me dan ganas de cortarme los dedos, aunque luego no tengo cojones y lo único que hago es morderme las uñas. No tengo muy claro si lo mio con la escritura es un acto de valentía o, simplemente, una tremenda e inconsciente osadía. Sea cual sea el motivo, ahí sigo yo, erre que erre, empecinado en dar la brasa a los que me rodean, o a los que me leen por pura solidaridad, o por simple curiosidad. Y es que siempre hay almas caritativas que te regalan un lectura a lo tragapavo para quedar bien, y no lo digo como crítica, sino todo lo contrario, por puro agradecimiento, ya que leerme a mí, con todo lo bueno que hay por ahí para leer, tiene su mérito.
Admiro a los escritores y a las escritoras que acarician las palabras dejándolas caer con la suavidad que el viento mece una hoja, y la arranca del árbol, y la convulsiona en el aire, y tras veinticinco triples saltos mortales la deposita en un mosaico dominado por una gama de colores que va desde el marrón hasta al más simpático de los amarillos, formando hoja a hoja y palabra tras palabra, un tapiz tan hermoso como efímero.
A mí me gustaría llegarles, al menos, a la altura de sus zapatos. Aprender de sus pisadas. Seguir su rastro de lejos, para no molestar, como un sabueso de orejas grandes y caídas. Beber de sus fuentes. Escuchar a sus musas. Entender sus posturas. Expresarme con la valentía y la solvencia que ellos emplean.
Pero: ¿qué otra cosa puedo hacer que seguir aprendiendo? De hecho, escribiendo esto, me doy cuenta de que soy un pésimo escritor pero un grandísimo aprendiz. Disfruto del aprendizaje sufriendo en solitario mi torpeza y dando siempre la batalla desde la constancia. 
Erre que erre, erre que erre. Esto no ha hecho más que empezar.

domingo, 9 de febrero de 2014

Venancio XIII


Lola sentía traicionada la confianza que había depositado en ellos. Si las miradas tuvieran capacidad destructiva, nuestro joven montañés habría caído al suelo fulminado por un rayo.
- ¿Se puede saber a qué andáis jugando vosotros dos, jovencito? Creía que te había explicado muy claro las normas de está casa, pero, por lo visto, no te importan un bledo -exclamó Lola, visiblemente irritada por la situación que acababa de descubrir.
- No se lo tome así Lola, por favor. ¿Usted nunca se ha enamorado? -le soltó Venancio, intentando tocar la fibra más sensible de aquella mujer.
- No, no jovencito, no me venga ahora con carantoñas. No pienso pasar por alto esta situación, así que tendré que informar a su tío de lo que está pasando aquí y que sea él quien tome la decisión que más le convenga. Al fin y al cabo, este negocio es suyo -dijo Lola, desentendiéndose del asunto.
-¿Este negocio es de mi tío el cura? -preguntó Venancio sorprendido.
-Así es, salvo en un pequeño detalle, que tu tío hace muchos años que dejó de ser cura; de hecho, no es cura desde que tú viniste al mundo, poco más o menos. Unos meses después de su llegada a Barcelona, colgó los hábitos -matizó la madame.
-¿Y, de ser cura, cómo pasó a ser proxeneta? -preguntó Venancio, intentando conocer mejor toda la parte de la historia que hasta ese momento le había sido ocultada.
-Cuando tu tío Carlos llegó a la Ciudad Condal se dedicó, por un tiempo, a dar asistencia y apoyo espiritual a las prostitutas que ejercían su oficio en la zona del puerto. Allí descubrió su forma de vida, sus problemas, los abusos a las que las sometían sus chulos, sus enfermedades, sus miedos, de tal manera que empatizó tanto con ellas que decidió implicarse en el problema hasta sus últimas consecuencias -le explicó Lola.
-¿Implicarse cómo? - preguntó Venancio, desconcertado.
- Pues su proyecto, bueno, mejor dicho, nuestro proyecto, consiste en proteger a las prostitutas de las mafias de la trata de blancas, educarlas y, poco a poco, intentar favorecer su integración en la sociedad. Él siempre dice que si no puedes con tu enemigo, únete a él, aunque, en la iglesia, casi todo el mundo ha dado la espalda a este proyecto. En este momento mantenemos cuatro casas de acogida y somos en total veintitrés mujeres.
-¿Por eso hay un estudio con biblioteca en la casa? -preguntó Venancio.
- Sí, entre otras cosas, las enseñamos a leer y a escribir, y, sobre todo, las ayudamos a que vuelvan a sentirse personas -le explicó Lola.
-¿Pero usted no es prostituta, o sí? -preguntó con descaro el jovencito.
-No, yo era monja, y me sigo sintiendo como tal. Dejé el Convento de las Clarisas para implicarme con don Carlos. Las cuatro casas están asistidas por monjas como yo que servimos a Dios de una manera muy distinta a la que nuestras familias, o nuestros superiores, esperaban de nosotras, pero: ¿sabes que te digo? me da exactamente igual lo que piensen de mi. Por estas chicas daría mi vida -explicó Lola desde lo más profundo de su alma.
-Lola: ¿Crees que podré hablar con mi tío? -preguntó Venancio.
-Sí, creo que ya va siendo hora de que tú y él tengáis una buena conversación.
Mañana hablaré con él para que venga a hacernos una visita.
-Muchas gracias, Lola. ¿Puedo darle un abrazo? -le solicitó el joven.
Y, sin más, se fundieron los dos en un hermoso y fraternal abrazo. Un abrazo que le vino muy bien a los dos.

martes, 4 de febrero de 2014

Rutinas


Hoy, discúlpenme, escribo sin apenas tiempo. En la transición que habita entre el desayuno y la estampida que cada mañana preludia un basto día de trabajo. 
Mientras desayuno, después de revisar el correo, ojeo la prensa: desahucios, huelgas, asesinatos, nuevos casos de corrupción, fútbol, más fútbol, más desahucios, una mujer semidesnuda anunciando una casa de apuestas deportivas con nombre británico. Se acaba el café.
El día está revuelto. Todavía tengo que afeitarme. Subo las escaleras como un zombie. Me lavo los dientes con un cepillo eléctrico y dentrífico gingival.
Salto a la ducha. Pienso, mientras me enjabono con un gel de baño de ph neutro, en la agenda del día. Miro mi panza menguante en el espejo y sonrío. Me seco.
Me abalanzo a la carrera a por la ropa. Como suele ser habitual en mí, me visto sin grandes pretensiones de apariencia. Mal hecho.
Reanudo la carrera. Bajo las escaleras de dos en dos. Agarró mi viejo e impresentable maletín. 
Salgo para Yecla.
¡Gracias vida!

Moraleja: Hasta cuando no hay tiempo, hay tiempo.

sábado, 1 de febrero de 2014

La metáfora de la silla


Para haber sido la primera performance que llevo a cabo, tengo que reconocer que me siento satisfecho. Desde que viera, hace ya de eso bastantes años, la primera representación en directo de una performance en el Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca (México) realizada por un artista español de prestigio como es Juan Hidalgo, siempre he mantenido la ilusión por enfrentarme al público, no ya sólo a través de mis relatos, mis esculturas y mis collages, sino también en primera persona. Convertirme, yo mismo, en la cadena de transmisión de la idea: ser actor, llevar a cabo la acción, manejar el mensaje y mantener la intensidad de la representación de principio a fin, todo en único paquete y enfrentándome directamente con el público.
El pasado día 27 de enero, en la capilla desacralizada del Centro de Turismo Rural de San Roque, en Piedralaves (Ávila), llevé a cabo la primera interpretación pública de mi perfomance: "La silla".
Antes de la representación tuve que enfrentarme a la idea. Construir un mensaje sólido y directo sin palabras. Nunca antes me había tenido que enfrentar a la interpretación. Nunca hice teatro, ni mimo, ni nada por el estilo, por tal motivo, me enfrentaba a un medio nuevo, lo que otorgaba, si cabe, aún mayor tensión y nerviosismo a mi puesta de largo en esta disciplina artística tan apasionada como desconocida.
Siempre había usado la metáfora como recurso estilístico, pero nunca antes me había tenido que transformar en metáfora. Sentir la métafora y vivir la metáfora. Esa palabra griega, tan sonora y tan sugerente, era, sin duda, el vehículo que estaba buscando para construir mi discurso.  
Con "La silla" intento, en todo momento, provocar la reflexión sobre el valor de uno mismo, sobre la capacidad que todos tenemos a nuestro alcance de recomponer y reconducir nuestros destinos para alcanzar las metas que nos propongamos. "La silla" es la metáfora de una reconstrucción personal que resurge desde el caos. 
La capilla, la iluminación, la música, el entorno, el grupo y el momento propiciaron todo lo demás.
Tal vez sea mi propia metáfora y la metáfora de otros muchos millones y millones de vidas.