sábado, 30 de noviembre de 2013

Venancio Mulero IV


La recuperación fue lenta. Las chicas, y la propia Lola, entraban y salían de su habitación, a cada rato, como Perico por su casa. Nunca antes se había enfrentado ante tal trasiego de gente, y, ni en sus mejores sueños, habría esperado encontrarse nunca con mujeres tan hermosas como las que inundaban aquel palacio de Barcelona.
Adormilado, Venancio sintió como le pasaban un paño húmedo y cálido sobre su rostro. 
-Hola Carmencita -exclamó Venancio esbozando una sonrisa.
-¡Alabado sea el Altísimo! Por fin ha despertado nuestro bello durmiente -dijo Carmen, en tono jocoso.
-¿Cuántos días llevo en la cama? -le preguntó Venancio con preocupación.
-¡Uff! Chiquillo, he perdido la cuenta. Pero casi una semana. Venias del pueblo hecho un cascajo, amigo. Menos mal que aquí estábamos nosotras, sino no sé que hubiera sido de ti en Barcelona.
Aquella ansiada conversación atrajo hacia la habitación al resto de las chicas. Y todas, una a una, se fueron presentando:
-Hola, yo soy Eva -dijo una chiquita y rubia con la piel tan blanca que mirarla hacia daño a los ojos.
-Hola, yo me llamo Luisa -dijo una chica un poquito entrada en carnes y con una sonrisa resplandeciente.
-Hola, yo soy Martina -exclamo una joven que aparentaba ser la más joven del grupo.
Y por último, le llegó el turno a Lola:
-Hola Venancio, yo soy Lola, la hermana de Matías el mesonero: ¿Ya te encuentras mejor? -le preguntó.
-Así es Lola. Llevó varios días en los que os intentaba hablar pero no podía. Todo me daba vueltas. Nunca me había sentido así, te lo juro -explicó Venancio con preocupación.
-No hace falta que jures. Todos somos humanos y enfermamos de vez en cuando. De cualquier forma lo importante es que ya te encuentras mejor. ¿Quieres vestirte? Te hemos comprado ropa nueva. No queríamos que estuvieras en Barcelona vestido con ropajes del siglo pasado. Así que, arriba muchacho, date una ducha, y vamos a probarte esa ropa. Y ustedes, jovencitas, todas a ordenar la casa, antes de que lleguen visitas.
Ante la orden de Lola, Carmencita, Eva, Luisa y Martina salieron de la habitación y Lola acompañó a Venancio hasta el cuarto de baño. 
-¿Hoy esperan visitas?, -preguntó Venancio.
-Sí, amigo, y ojalá que muchas amigo, que mucha falta nos hacen. -respondió Lola.
-Y, sino es mucho preguntar: ¿A qué se deben tantas visitas? - se interesó Venancio.
-A cuestiones meramente laborales. Cuantas más visitas, más negocio -exclamó Lola, sonriente.
-¿Acaso está casa es un negocio, Lola? -preguntó Venancio confundido.
-Así es mi joven amigo, esta casa pertenece al sindicato del negocio más antiguo del mundo -le explicó Lola, con un tono un tanto irónico.
-¿Qué es un sindicato? -preguntó Venancio, con la inocencia de la que hacía gala.
-¡Una casa de putas! Venancio. Esto es una casa de putas... y yo soy la que manda aquí cuando no está el dueño.
-¿Y quién es el dueño? -preguntó nuevamente el joven.
-¡Recorcholis! Hay que ver que preguntón nos ha salido este chico. Ya te iré contando, Venancio. Vamos a tener mucho tiempo para charlar. No se hizo Roma en un día.


miércoles, 27 de noviembre de 2013

Pesadilla


¿Quién soy?. ¿Hacia adónde voy?. ¿Qué hago aquí?
Pregunta, a menudo, cuando intento dormir, el personaje animado que habita dentro de mi. 
Tras mucho pensar, sudoroso, confundido, y desconcertado, no sé qué responder y decido hacerme el sueco. Eludiendo las preguntas, en una especie de lucha grecorromana contra el insomnio, doy diez o doce vueltas en la cama. 
Sueño con paisajes graníticos. Con llanuras cerealistas de color amarillo. Con mares en calma chicha. Con un cielo plagado de estrellas. Con mis esculturas expuestas en una sala inmensa del Reina Sofía.
Después, me desvelo y reanudo la lucha. Tras vencer el combate, me siento un espantapájaros en lo alto de Caramulo. Un inmigrante en Lampedusa o Río Bravo. Un estudiante sin beca. Un parado sin subsidio. Un anciano abandonado. Una mujer maltratada. Un niño sin zapatos. Un loco que no está loco.
Nuevamente ese otro yo me susurra al oído: ¿Quién soy?. ¿Hacia adónde voy?. ¿Qué hago aquí? 
Comienza otra pelea. Y doy vueltas y más vueltas. Y sudo. Y me destapo. Y me abrigo. Y vuelvo a sudar. Y me vuelvo a dormir.
Ahora soy un árbol y me vienen a cortar. Siento el hacha fría cercenando mi tronco centenario. Me doblo. Me vencen. Me trocean. Me transportan. Me queman.
Sobresaltado, me incorporo en la cama rodeado de oscuridad y de quietud.
¿Adónde estoy?. ¿Qué ha pasado?. ¿Habrá sido todo una terrible pesadilla?
Las preguntas me siguen llegando como llegan las olas a la orilla de una playa. Miro al techo. No veo nada. La vida es una continua marea de preguntas sin respuestas.
Y la erosión de los porqués nos va matando en silencio.

domingo, 24 de noviembre de 2013

Venancio Mulero III


Desde que pulsara el timbre hasta que aquella enorme puerta se abrió tan sólo pasaron un segundos aunque a Venancio le parecieron eternos. Sus manos sudaban. Su boca estaba tan seca como un papel de lija. Su corazón latía tan acelerado como cuando en el monte preparaba leña para pasar el crudo invierno o cuando en la noche sentía la cercana presencia de alimañas.
-Hola joven: ¿tú debes ser el mozo que viene del pueblo, verdad? -le preguntó una joven hermosa y sonriente, unos pocos años mayor que él.
-Así es. Soy Venaaancio Muuulero, para serviiirle a Dios y aaaaa usted, dijo tartamudeando ¿Es usteddd Looola? -preguntó el mozo, con los nervios a flor de piel.
-No, no. Yo no soy Lola. Me llamo Carmencita y trabajo en la casa para ella. Aquí trabajamos varias chicas. Lo vamos a pasar muy bien. Pero, pasa, pasa chico, no te quedes ahí como un pasmarote. Te acompañaré a tu cuarto. Ayer lo preparamos entre todas para ti con mucho cariño. Nos preguntábamos cómo serías -le dijo la joven con cordialidad.
A cada paso Venancio se sentía peor. Sus piernas no respondían. Sentía escalofríos y no paraba de sudar. 
La casa era preciosa. Con papeles pintados aterciopelados con motivos florales en sus paredes. Las puertas, y sus marcos, de color marfíl. Alfombras en el suelo de todas las estancias. Cuadros con paisajes románticos. Cuadros con mujeres medio desnudas con vestidos vaporosos. Cuadros con escenas de caza. Jarrones con flores naturales. Cortinas de telas preciosas. Muebles de un lujo impresionante. Candelabros de plata. Venancio miraba todo desbordado por tanta ostentación y tanto lujo. Él, que venía de una rústica casucha de piedra en la montaña de un triste pueblo, del que todo el mundo soñaba con marcharse, acabada de acceder al paraíso terrenal. 
Cuando Carmencita abrió la puerta de su dormitorio, Venancio sufrió un desvanecimiento. Las maletas cayeron al suelo y él se desplomó encima como un pelele. 
Al despertar seis preciosas mujeres le rodeaban en la cama. Aún lo veía todo borroso. Su cabeza intentaba recobrar la lucidez suficiente como para discernir si estaba soñando, o si, en realidad, se encontraba en la habitación de un palacio rodeado de seis bellísimas damas de la corte y él se había convertido, de repente, en un príncipe azul.
-Venancio, guapo, soy Lola. ¿Te encuentras mejor? -le preguntó una de las seis bellezas que le rodeaban. 
Sin embargo, él no reaccionaba. Se sentía incapaz de articular palabra alguna.
-Tiene mucha fiebre. Sus manos están ardiendo. Le pondremos unos paños con agua fría mientras que llega el médico -exclamó Lola.
De nuevo, Venancio hizo un intento por hablar, pero la voz no salía de su cuerpo. Su tez se tornó blanquecina y, nuevamente, se desvaneció.

viernes, 22 de noviembre de 2013

Noruega es país de salchichas


Hace unos días, llegué a Noruega con un libro del alemán Bernhard Schlink en la mano. Ahora que en este país caen las primeras nevadas y mi mente se despliega por estas lejanas y heladas tierras del Norte de Europa, siento la necesidad de seguir avanzando. No, no necesariamente hacia el norte. Soy demasiado friolero como para aventurarme entre esos hielos infinitos -en realidad cada vez menos infinitos- del Polo Norte. El avance al que hago referencia es más introspectivo. Un avance hacia el interior de mi propio ser. Un avance que sea capaz de satisfacer hasta mis necesidades más remotas. Un avance hacia la plenitud, no física, que ya no la volveré a alcanzar, sino hacia una plenitud emocional, intelectual y creativa. 
Asomado al precipicio de un fiordo, observando la distancia que separan a mis pies de las frías aguas del Mar del Norte, me he dado cuenta de la gran cantidad de cosas que aún me quedan por hacer y a las que, por nada del mundo, estoy dispuesto a renunciar. Ese vertiginoso espacio vacío, entre mi cuerpo y el agua del mar, no es otra cosa que una representación gráfica del camino invisible que aún tengo por recorrer. Una distancia tan incierta como increíblemente maravillosa.
Mientras Artur conduce, e intenta, con su conversación, hacer algo más ameno el esfuerzo, yo escruto, absorto, por la ventanilla de nuestro coche de alquiler, un paisaje de ensueño y sofocante prosperidad.
Lagos. Fiordos. Casas de madera de color rojo. Alces. Zorros sigilosos de larga cola. Más lagos. Carreteras heladas e infinitas. Rubias heladas. Gasolineras con salchichas. Salchichas. Túneles. Coches de alta gama. Cuervos. Más salchichas. Un rubio enorme comprando líquido anticongelante en otra gasolinera. Radares. Kilómetros y kilómetros de asfalto a bajo cero. Otra vez radares. Bosques y más bosques. Dos rubias heladas comiendo salchichas en una gasolinera Statoil. Un rubio en un tractor enorme de color verde. Salchichas envueltas en beicon. Toda esa secuencia de impactos visuales me provocan ganas de dar un grito al estilo del protagonista del famoso cuadro del pintor noruego Edvard Munch y de aborrecer las salchichas hasta que me muera.
Tras acabar "El Lector" de Bernhard Schlink, continué con un libro del austriaco Stefan Zweig titulado: Ardiente Secreto. Tras dos visitas de trabajo en Oslo, vino otra en Flekkefjord y otra en Kragero. En ese discurrir entre carreteras heladas, repletas de radares que limitan la velocidad a setenta kilómetros por hora, y carteles de precaución por paso de alces, pienso que la vida es una concatenación de acontecimientos, ordinarios y extraordinarios, en los que intentamos influir con toda nuestra sabiduría, experiencia y buen hacer, para que el futuro nos sea favorable, pero que, a pesar de todo, nunca tendremos la certeza absoluta, mal que nos pese, de poder controlar o modelar a nuestro antojo.
Mientras regreso a España en un vuelo de lujo de Ryanair, desde el aeropuerto de Rygge-Oslo, llego a la conclusión de que, ante todo, Noruega es un país de salchichas. La renta per cápita más alta del mundo no es otra cosa que el resultado de un rosario infinito de gasolineras en las que unas chicas rubias, muy monas, expenden salchichas por doquier. 
¡Ah!, disculpen, se me olvidaba, si devuelves el envase de tu botella de plástico de refresco, o de agua de glaciar, te entregan una corona. Ellos, a diferencia del resto de los mortales, con menos renta, sí lo tienen todo bajo control. ¡Así da gusto!
Bueno, como les decía, sigo avanzando. De oca a oca y tiro porque me toca.


sábado, 16 de noviembre de 2013

Venancio Mulero II


Cuando Venancio Mulero llegó a la Estación de Francia de Barcelona, se reafirmó en el hecho de que su mundo, en aquel monte perdido del Pirineo, hacía tiempo que se le había quedado pequeño. 
Ojiplático, agarró una taxi en una fila en la que al menos habría otros veinte o treinta, cosa que le sorprendió enormemente, ya que en su pueblo tan sólo había uno, y que, por el paso del tiempo y la falta de cuidados, se caía a pedazos. Allí, por el contrario, estaban todos nuevos, pintados de amarillo y negro, y relucientes.
Para su regocijo, el taxi avanzaba entre cientos de coches de marcas y modelos que desconocía. Desde niño le apasionaban los coches, tal vez por el hecho de que cada vez que se acercaba alguno al pueblo sucedía algo que les sacaba de su habitual monotonía. Por las aceras caminaban miles de personas. En un sólo minuto de trayecto ya había contemplado a más personas y más coches que en toda su vida. Le inquietaba mucho no ver animales en aquel paisaje urbano. No veía vacas. Tampoco había mulas, ni burros, ni caballos, ni gallinas picoteando por aquí o por allá. Ni rebaños de ovejas con perros corriendo y ladrando a su alrededor. ¿Cómo comerá tanta gente si aquí no hay animales ni huertos? -se preguntaba, ensimismado, el joven e inocente Venancio. Sin embargo, se fijó en la gran cantidad de frutas y verduras que las tiendas de ultramarinos exhibían en sus puertas. Frutas y verduras, en muchos casos, que él nunca había visto antes. Se percató, también, de la gran cantidad de tiendas de ropa que veía. En su pueblo tan sólo había una y la ropa que vendían siempre era la misma, pero cada vez más vieja y descolorida.
Recordó unos pantalones que desde pequeño veía en la tienda de Maruja. Su madre le había prometido que se los compraría cuando fuera un poco más grande ya que no eran de su talla. Cada vez que bajaban al pueblo e iban a la tienda de Maruja, Venancio observaba con deseo a sus idealizados pantalones; comprobaba su cinturilla, los comparaba con sus piernas y, de ese modo, se hacía a la idea de que aún le venían grandes y, por lo tanto, su espera se ampliaba como un castigo divino.
-¡Para el año que viene, bonito, ya verás! -le decía su madre para consolarlo, dándose cuenta de la ansiedad que esa larga espera le ocasionaba.
-Eso dependerá de cuánto estire el mozo este verano. Qué los críos cada vez estiran antes -dijo doña Maruja, con la rotundidad que le caracterizaba.
Venancio tenía muchas ganas de hacerse mayor. Pero no tan solo como le tocó crecer. Él nunca se adaptó bien a la soledad, aunque la aceptara. Lo peor que llevó fueron las noches. Las pesadillas más recurrentes siempre las protagonizaban sus padres. Sus padres cayendo al vacío. Sus padres aplastados contra el suelo. Sus padres devorados por los buitres. Sus padres volando en círculos sobre el valle. Y lo que más le aterraba: nubes de tábanos que invadían su casa y se lo comían a picotazos. Todo eso le provocaba más miedo que el aullido de los lobos, o el merodear de los osos por su finca, que, en más de una ocasión, habían atacado a sus reses.
Mirando obnubilado a través del cristal de la ventanilla de aquel taxi, su vida pasaba por su mente a velocidad de vértigo. Escenas en las que nunca antes había reparado y, ahora, sin saber por qué, adquirían protagonismo y reclamaban un lugar de relevancia entre sus recuerdos.

-Ya hemos llegado, joven -le dijo el taxista.
-¿Cuanto le debo, señor? -le preguntó, Venancio, con educación.
-Un duro, caballero -le exigió sonriente el conductor.

Cuando Venancio Mulero vio alejarse al taxi, entre aquel bosque de asfalto y calles grises, sintió como, dentro de él, se alejaba su vida anterior. Quien se acababa de apear de aquel vehículo crisálida era un nuevo Venancio. Un Venancio dispuesto a todo, con la única ilusión de que, por fin, un mundo sin tábanos le sonriera.
Una enorme puerta de madera de color caoba, con el número veintiocho en lo alto, y una mujer llamada Lola, a la que no conocía de nada, le estaban esperando para introducirlo, de lleno, en una Barcelona tan apasionante como desconocida. 
Con firmeza, agarró su pesada maleta, subió las escasos peldaños que lo separaban de su destino y, con decisión, tocó el timbre de la puerta.
A partir de ese momento, ya nada tendría retorno.

jueves, 14 de noviembre de 2013

500 entradas


Quinientas veces.
Quinientas heces.
Quinientas risas.
Quinientas prisas.
Quinientas entradas.
Quinientas putadas.
Quinientas ideas.
Quinientas peleas.
Quinientas historias.
Quinientas memorias.
Quinientos momentos.
Quinientos sufrimientos.
Quinientas verdades.
Quinientas mentiras.
Quinientas máscaras.
¡Quinientas!

Gracias a todos los que me habéis acompañado hasta aquí.



sábado, 9 de noviembre de 2013

Venancio Mulero Cabrales, 1945


Venancio Mulero, y Cabrales por parte de madre, fue un hombre que, como muchos otros por aquella época, se crió en lo rústico. A los trece años quedó huérfano de padre y madre cuando el jumento que arrastraba al carro familiar se desbocó fruto del picotazo de un tábano en su cojón derecho. El carro se precipitó por un acantilado y Venancio sobrevivió agarrado a un arbusto mientras contemplada la apoteósica caída al vacío de sus progenitores.
Tras reponerse, en la soledad de la montaña, decidió afrontar la vida como si nada hubiera cambiado. A esa temprana edad, Venancio ya conocía, a la perfección, todas las tareas domésticas, agrícolas, silvícolas y ganaderas, así que se dedicó en cuerpo y alma al trabajo con el simple afán de demostrarle al destino que, pese a la desgracia que sobre él se cernía, saldría adelante y se convertiría en un hombre de provecho.
Antes de su muerte, la madre le había enseñado a leer y Venancio se sentía muy orgulloso de ello. De hecho, en la casucha en la que malvivía no había más de una docena de libros, alguno de los cuales Venancio recitaba de memoria. Su preferido, sin duda, era El Quijote. Esos libros suponían para Venancio el hilo conductor que le mantenía aferrado a la memoria de su madre -por la que siempre había sentido especial devoción- y le acercaban al mundo exterior. Aquel enorme valle pirenaico tan hermoso, a la par que deshabitado, se había convertido para él en una especie de isla en medio de la nada. Alejado de la civilización, soñaba algún día por alcanzarla y, al cumplir la mayoría de edad, sin perder un instante, decidió convertir su sueño en realidad. 
En una mañana primaveral decidió bajar al pueblo, por el que rara vez se le veía aparecer, y se fue directamente al bar en donde todos lo hombres, de manera habitual, jugaban al dominó mientras sus esposas sacaban adelante a sus fincas, a sus familias y a sus casas. 
Le preguntó al mesonero por el alcalde pedáneo. Le contó a este su nuevo plan de vida y su intención de vender todos los animales y marcharse a conocer mundo. El mesonero, atento, escuchaba la conversación. El pobre hombre que acababa de perder a un hijo, más o menos de su misma edad, a consecuencia de una bala perdida en el servicio militar, apiadándose de él, le compró todas sus vacas y le dio la dirección de una hermana suya que vivía Barcelona, para que esta le ayudara a reiniciar su vida en esa hermosa ciudad. Allí, a buen seguro, trabajo y futuro no le iban a faltar.
Antes de partir hacia Barcelona, Venancio Mulero se acercó hasta el precipicio por el que sus padres se marcharon al otro mundo. Arrojó unas flores. Les dejó a deber una oración, ya que Venancio no era mucho de oraciones, ni de curas, ni de credos. Su mirada, empañada por la lágrimas, apuntaba hacia el lugar en el que recordaba sus cuerpos inertes. La misma imagen que, cada noche, antes de conciliar el sueño, le aparecía en su mente una y mil veces. Sus puños estaban apretados. La congoja ahogaba su pecho. Las lágrimas afloraron con mayor intensidad. En la crudeza y la emoción de aquella solitaria despedida, tan sólo atinó a decir: ¡Padre, madre, cómo odio a los tábanos!
Y agarrando sus cosas, que no eran muchas, se marchó al encuentro de una nueva vida.

domingo, 3 de noviembre de 2013

El bucle de las malvas


Hoy, sin una causa aparente que justifique la elección, he puesto en Youtube a la Electric Light Orchestra (ELO). Mientras escribo esto, escucho esos viejos temas. Afuera, el sol, generoso por estas tierras, ilumina un día espléndido de noviembre y una lavandera blanca se mira, con coquetería, en el reflejo que le proporciona el cristal de mi ventana.  
Los viejos solemos hacer estas cosas. Por eso vamos más despacio, ya que, por cada paso que damos hacia adelante, miramos varias veces hacia atrás. 
La vida nos ha regalado tantas cosas bonitas que es de recibo que las recordemos, de vez en cuando, para no caer en el victimismo. Estamos aquí. El sol brilla. La ELO suena. El tiempo sigue. Rajoy gobierna. Wert es Ministro de Cultura. ¡Qué más le podemos pedir a la vida!
Creo recordar que la última vez que escuché a esta banda de melenudos de Birmingham fue en la casa de mi amigo Jaime. El disco era de su hermano Manuel Carlos, que era algo mayor que nosotros y estaba por los huesos de mi hermana. Ahora dirige una sucursal bancaria en no sé dónde y no sé cómo. El disco era un vinilo en formato LP. A la gente joven estas cosas les sonarán a chino, pero a nosotros, por aquella época, nos sonaban a gloria. Como le sabían a gloria bendita los cigarros Bisonte que mi amigo Jaime le robaba a su madre.
Tras escuchar a la ELO, escuchábamos a Supertramp, a los Bee Gees, a Pink Floyd y a otros tantos, de los cuales hoy, muchos de sus componentes, ya crían malvas.
Quizás nuestro paso por la tierra, tan fugaz y tan hermoso, tenga como única función la de contribuir como fertilizante a la cría de malvas. 
La floricultura es, sin saberlo, nuestro principio y nuestro fin. Nacemos para criar malvas y, nos guste o no, las criaremos.
Tal vez por eso, a mi amiga Emi, que entiende tanto de floricultura, y que ayer con el día de los muertos hizo su agosto, le ha dado por escribir novela erótica. La floricultura y la novela erótica son, en resumidas cuentas, la misma cosa. Por eso, como preámbulo a cualquier intento reproductivo, regalamos flores. Por eso, tras el parto, regalamos flores. Por eso, cuando la espichamos, nos ponen flores. ¿Se dan ahora cuenta de la importancia de la floricultura y de cuánta razón tiene mi amiga Emi?
Nos procreamos, sin ser conscientes de ello, con la única finalidad de generar más fertilizante y que las malvas sigan creciendo lustrosas. Por lo tanto, gracias a ese proceso tan ecológico, en mañanas luminosas como las de hoy, algunos podemos seguir escuchando a la ELO, escribiendo sin saber para qué, o esperando a que llegué otro maravilloso lunes para ir a trabajar y que la economía mundial vuelva a florecer.
A mis malvas les pido, tan sólo, que tengan un poco de paciencia.

viernes, 1 de noviembre de 2013

Españoles...Carni ha muerto


Víctima de mi ausencia azteca, Carni no ha resistido la nostalgia de nuestra separación y ha sucumbido ante los efectos de una grave crisis hídrica. Es decir, la pobre se ha quedado más seca que el ojo de un tuerto. Durante estos días, nadie le ha dado mimos ni una gelepa de agua y R.I.P. Tiesa. Mortimer. Caput.
Atrás quedan nuestras magníficas conversaciones que ya, desde este fatídico momento, forman parte de la literatura universal. 
Nunca hubiera imaginado que una planta carnívora, comprada en unos grandes almacenes suecos, diera para tanto. Inteligente, incisiva y perspicaz, Carni, era capaz de debatir sobre temas tan dispares como la política, la economía, el egocentrismo, el paquete de Cristiano Ronaldo o del sursum corda. Qué días aquellos. Qué verano tan bueno que me hizo pasar. Qué conversaciones tan profundas bañadas en clorofila. Qué moscardones se zampaba de aperitivo. Qué gracia la suya y qué tronío.
Carni ha tenido la grandeza de morirse en el día de muertos. ¿Acaso puede existir un día mejor para morirse que el día de muertos?
Al verla finada, llorando, no he podido dejar de recordar a las momias de Guanajuato. De hecho, hasta su mismo color tenía la pobrecita. Qué muerte más mala. Secarse a un metro de una piscina. A un metro de canalizaciones con millones y millones de hectómetros cúbicos de agua. Secarse, tristemente, como se secó la economía española o el cerebro de nuestros políticos. Ni tú podías llegar a más y ni ellos a menos, amiga. 
Carni, amor mío, cuánto te voy a echar de menos. Te has secado al lado mismo de la abundancia, sin poder acceder a ella, como la pequeña empresa española que se seca al lado de los grandes bancos, que presentan cuentas maravillosas -con millonarios beneficios-, o  como el pequeño comercio que se seca sin que nadie le eche una gotica de agua. Ay Carni, hija mía. ¡Cuánta injusticia y cuánta sinrazón!
Para recordarte siempre, Carni, me he tomado la libertad de fotografiarte post mortem junto a mi limonero-abuela y a una típica calaca mexicana que nació, sin saberlo nadie, en un taller artesanal chiapaneco para dignificar tu sepelio.
Descansa en paz, Carni. Tu muerte no ha sido en vano, aunque yo, esta mañana, sea tu única y fiel plañidera.