martes, 22 de octubre de 2013

Ya no queda tiempo ¿O sí?


Siento que hemos iniciado las maniobras para el aterrizaje. El avión se agita sin cesar como una bailarina de samba. Para pasar el tiempo, he leído varios de mis viejos relatos que dormían escondidos entre los archivos de mi BlackBerry. No me gustan. Cada vez me gusto menos.
Una niña rubia, con los ojos azul cielo, pone a prueba sus amígdalas sin tener piedad de nuestros tímpanos. Por la ventana alcanzo a ver, entre vaporosas nubes, la Isla de Cabrera, también Ibiza y, a lo lejos, Mallorca.
La señora que viaja a mi lado, y reniega sola cada vez que chilla la niña, lee un libro títulado " Dans les bois éternels", de un tal Fred Vargas, sin pestañear. Otra señora, al otro lado del pasillo, se entretiene cotilleando con la revista alemana "Ok". Frente a ella, un señor del tamaño de Kim Dotcom lleva unas gafas de sol enormes, una gorra negra, y unos cascos que parecen adheridos a su cabeza lo mismo que las lapas se adhieren a las rocas.
Ahora, sobrevolamos Benidorm. En un acto reflejo de quinceañero, que me viene sucediendo periódicamente una vez cada quince años, saco la mano por la ventanilla y despeino a los albañiles que ultiman la obra del que será el edificio más alto de Europa, y la ruina más grande de España. Esta es la tercera vez que me sucede. En la primera, al poco de cumplir los quince años, me encontraba entrenando con mi equipo de fútbol. Recuerdo que era invierno. Unos padres habían encendido, detrás de una portería en la que yo me disponía a lanzar un penalti, una barbacoa para festejar el cumpleaños del entrenador. No pude evitarlo. Sentí la necesidad de apuntar en dirección a la barbacoa. Lo hice. Del pelotazo que pegué la barbacoa saltó por los aires lo mismo que los tocinos y las morcillas. En la segunda ocasión que me dio el arrebato tenía treinta años. Llamé a la tienda de mi empresa, poniendo voz de peluquera inglesa, y compré por teléfono todo el mobiliario para montar una peluquería en Torrevieja. Por todo eso, ya habrán ustedes adivinado mi edad.
La azafata, enojada, me dice que sea la última vez que saco el brazo por la ventanilla para despeinar a nadie. Sin embargo, no me lo tomo a mal. Me ha gustado mucho la forma de echarme la bronca poniendo la misma cara que cuando ofrecía: más té, más té. Todo el mundo no valdría para eso. Le pido mil disculpas y me pongo a escribir todo esto, aún a sabiendas de que ya no me queda tiempo.
Antes de aterrizar en Alicante miro por la ventanilla y me doy cuenta de que en mi tierra somos algo así como los Tuareg de Europa. Todo es desierto. Eso sí, con millones de piscinas.

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