lunes, 30 de septiembre de 2013

Collage con relato incomprensible


Saturado por las palabras, hoy me he vuelto a arrojar a los brazos del collage. Él y yo tenemos una cosa en común: la incomprensión. No hay quién narices nos entienda. Las personas tenemos una gran afición por complicamos la existencia, y yo más que nadie. Vemos rápidamente lo que nos viene bien y nos volvemos ciegos, de ipso facto, ante lo que pensamos que no nos conviene.
Nuestro cerebro es un órgano tan maravilloso como complicado. Nuestro principal aliado y nuestro principal enemigo. Así somos. Raros, únicos, e irrepetibles.
Si os fijáis, nuestro cerebro tiene forma de tortuga y, por raro que parezca, ¡funciona igual! Si ve peligro se mete dentro de su concha y si ve el horizonte despejado sale a comerse el mundo. 
Llevamos demasiado tiempo dentro de la concha. Acojonados. Encogidos. Sordos y ciegos ante las dificultades. ¡Basta ya! 
Salgamos al mundo. Cambiemos nuestra realidad a golpe de ingenio y de creatividad. Perdamos el miedo al fracaso. Sólo los que hacen cosas distintas consiguen llamar la atención de la gente.
Mi abuela lo decía: "Lo que es igual no es ventajoso". ¿Si esto siempre fue así, cómo haciendo lo mismo vamos a conseguir ventaja frente a los demás? ¡Es imposible!
Como bien sabéis todos, soy un loco al que le encantan los retos, que escribe cosas incomprensibles y hace collages que son una mierda. Pese a todo, me da absolutamente igual lo que piensen los demás. Me encanta hacer cosas distintas. Que me odien o me adulen no tiene importancia alguna. Hace tiempo que mi cerebro tortuga salió de su concha y le encanta buscarse la vida. Nunca me gustaron las liebres. Siempre asustadizas, sigilosas y agazapadas. Lo mio, desde hace muchos años, son las tortugas y los collages. Como dicen en Italia: Chi va piano, va lontano, que, para fastidiar, no les pienso traducir.
El primero que me entienda que levante la mano...


sábado, 28 de septiembre de 2013

La araña danesa


La campiña danesa exhalaba clorofila por los cuatro costados. Un grupo de gansos volaba, formando una uve, por un cielo salpicado de nubes que amenazaban lluvia. Varios grupos de estas aves se encontraron sobre un punto, ancestralmente predeterminado, formando un enorme e increíble grupo de gansos, volando en forma de uve, que pronto se alejó rumbo al infinito, o quién sabe si a una multitudinaria manifestación de gansos en contra del calentamiento global del planeta.
Los puentes sobre el Mar del Norte, custodiados por contemporáneos molinos de viento, parecían no tener fin. Kilómetros y kilómetros de cemento y asfalto, de una isla a otra, hasta llegar a la Dinamarca peninsular. A lo lejos, un velero con tres mástiles decoraba un paisaje dominado por el verde y el azul. Dinamarca es así: verde y azul. 
Artur conducía. A él le gusta conducir más que a mí, aunque todavía no sé muy bien cómo me fío de subirme a un coche conducido por un polaco. 
El hotel que nos habían reservado estaba alojado en un club de golf. Una vez allí, pudimos comprobar como el jugador más joven tenía sobre los ochenta años. Alrededor de los hoyos, millones de pequeños abetos esperaban para ser travestidos en árbol de navidad, no sin antes haberlos mutilado en una especie de holocausto forestal de increíbles dimensiones y de enormes rendimientos económicos. 
Papá Noel aún no había llegado ni se le esperaba. Tampoco había renos y los únicos juguetes que encontramos eran propiedad de los hijos de los dueños del establecimiento.
Acompañado de mi traductor, salí a dar una vuelta por el club mientras se hacía la hora de la cena. En el hoyo número ocho, un cariñoso entrenador enseñaba a sacar a una rubia, quizás la única rubia de menos de ochenta años que había en ese lugar. El profesional estaba literalmente pegado a la espalda de su abnegada alumna. Los dos agarraban el hierro sin prisas, sin saber cual de los dos hierros estaba más duro, si el que tenían entre las manos o el que sentía ella, por atrás, pegado al indecoroso lugar en donde la espalda pierde la compostura. Al darse cuenta de nuestra presencia la pareja decidió apartarse de nuestro campo de visión tras unos arbustos. Como ni Artur ni yo contamos con demasiada experiencia golfista, y somos algo inocentes, pensamos que esos entrenamientos, cuerpo a cuerpo, deben ser la forma habitual de iniciarse en ese deporte de élite.
Ya en la cena, el marido de la rubia conversaba, de manera distendida, con su esposa y su entrenador. Los tres parecían muy emocionados por los grandes avances que la señora estaba experimentado con su saque, aunque, con toda probabilidad, iba a requerir de algunas clases más intensivas durante los próximos meses.
El resto de comensales contaban historias de entreguerras. De hijos y nietos. Sobre el deshielo imparable de Groenlandia. De viajes maravillosos, allende los mares, en veleros de tres mástiles. De gansos volando en forma de uve. Y, los que menos, sobre el auge de la extrema derecha en los llamados países del bienestar.
Mi habitación era modesta. Escasamente limpia. Amueblada por Ikea. Su minibar rugía como un tren de mercancías. El edredón podría aportar valiosa información genética sobre todos los usuarios que han usado ese cuarto desde su inauguración. Intenté evadirme de la situación pensando en las hermosas vacas de un prado cercano. Luego en los millones de abetos de aquel corredor de la muerte de color verde esmeralda. Bajé la cortinilla de color gris que separaba mi puerta de cristal del patio interior que daba acceso a mi habitación y entonces fue cuando la vi. Allí estaba ella. Inmóvil. Peluda. Desafiante. En un primer momento pensé que podría tratarse de una de esa pegatinas que llevan una araña dibujada y que, en ocasiones, ponen en los urinarios públicos para que los hombres hagamos puntería y no lo pongamos todo perdido. Pero enseguida me dí cuenta de que se movía. Esa araña enorme se desplazaba, a cámara lenta, probablemente con la intención de que no la viese o, por el contrario, para hacerse la interesante. Pero la vi. De manera impulsiva busqué algún artefacto con el que propinarle un golpe mortal. Pensé en darle con el teléfono móvil que llevaba en la mano. Con el Ipad que acababa de estrenar. Con mi enorme catálogo de productos de peluquería. Nervioso y confundido me quité el zapato y le propiné un golpe seco que lo único que consiguió fue que aquella araña saltara de la cortina y se escondiera, a la velocidad de la luz, quién sabe adónde. 
Removí cielo y tierra en aquel espartano habitáculo pero no la encontré. Dudé entre pedir ayuda a Artur, o no, para capturar a aquel enorme arácnido danés. Decidí no molestarle. Tenía el presentimiento de que se había metido por debajo de aquel maldito minibar pero no había modo de comprobarlo al estar encastrado en aquel mueble de cocina que aún parecía sin estrenar. ¿Quién puede ir a cocinar un par de huevos fritos con patatas a un campo de golf? -me pregunté en calzoncillos, acojonado por aquel bicho, y con los calcetines de ejecutivo todavía puestos.
Tras el rocambolesco suceso me tumbé en la cama con la intención de continuar con la novela de Amélie Nothomb. De repente, sentí un fuerte picotazo en el pie izquierdo. Todo comenzó a dar vueltas. Sentí como mi barba crecía en un instante. Después crecieron los pelos de mis piernas y mis brazos. Cuatro patas comenzaron a salir de mi abdomen. Me fijé porque sólo llevaba calcetines de ejecutivo en dos de mis extremidades y sentí vergüenza. Se encorvó mi espalda. De un salto me subí al techo. Por una vez, desde hace muchos años, me sentí ligero. Me encaramé sobre la lámpara. Deambulé boca abajo con la misma facilidad con la que aquellos jubilados daneses jugaban al golf. Comencé a tejer una enorme tela de araña en una de las esquinas de la habitación, pero me aburrí tejiendo. Siempre fui más de corte que de confección. Pensé en salir y comerme a Artur o a la rubia de la recepción. Opte por buscar a la rubia de la recepción por considerar a mi traductor algo más indigesto que la fémina. Con una de mis ocho patas abrí la puerta y, sigilosamente, salí al exterior.
Andando por la pared, como si tal cosa, me dirigí a la casa de los dueños con como el que se dirige hambriento a un Burger King en un día de puertas abiertas. Durante el trayecto, llamó mi atención la luz encendida de uno de los cuartos de huéspedes. La ventana del baño estaba abierta. Entré. La luz provenía del dormitorio. Me asomé desde el quicio de la puerta. En la cama, el monitor de golf le estaba ofreciendo, a su aventajada alumna, una clase magistral de sexo olímpico. La clase parecía titularse: "Hierro candente en el hoyo uno". Después de apartar mis ocho ojos de las tetas de la rubia me quedé petrificado al ver que, desde un sillón frente a la cama, el marido filmaba la escena con una cámara profesional. La visión de aquellos tres cuerpos en pelotas me quitaron las ganas de volver a cenar. Salí por donde había entrado. Sentí como los pelos se caían. Corrí hacia mi cuarto. Notaba como mis recién estrenadas extremidades se encogían por momentos. Al llegar a la cama mi espalda se enderezó. Tumbado sobre ella, convulsioné como cuando, hace unos años, me intoxiqué con unas ostras compradas en un outlet después de las navidades. Eran baratas pero casi me matan. Tras las convulsiones mi cuerpo se convirtió en plomo y quedé sumido en un profundo sueño. 
Artur me despertó golpeando mi puerta con insistencia.
-¿Estás bien, Pepe?. Ya deberíamos estar desayunando -me comentó mi fiel compañero.
-Sí, estoy bien. Salgo en un momento. La cena me resultó muy pesada. ¿A ti te sentó bien, Artur? -le pregunté al polaco desde el otro lado de la puerta, mientras me vestía a la carrera.
-La cena sí, pero si llegas a ver el pedazo de araña que había en mi cuarto seguro que no duermes en toda la noche -me comentó.
-Entonces yo ni te cuento -le respondí.
-Lo bueno es que la maté de un zapatazo -exclamó Artur, orgulloso.
-Pues amigo, a mí se me escapó, y no veas que nochecita me ha dado la dichosa araña.
Y es que, por lo visto, en Dinamarca, hasta las arañas son aficionadas al golf.

sábado, 21 de septiembre de 2013

Otoño


Ese atleta invencible, que es el calendario, me ha dejado esta mañana en la puerta de casa a la señora Otoño y yo, que soy muy educado, le he invitado a pasar.
- Pase, pase, señora Otoño, no se quede usted ahí.
- Muchas gracias joven, es usted muy amable. ¡Qué música tan bonita está escuchando! ¿Quién es esa chica que canta tan bien? -me preguntó.
-Amanda Seyfried, su música es nostalgia pura, como los cambios de estación -le contesté a la señora Otoño. Por cierto, ¿ya se ha llevado a mis abejarucos, verdad? Hace días que no me despiertan. Los echo de menos.
-Sí, ya les di la orden para que regresaran a África. Pero, no te apures, están a punto de llegar las aves invernantes y les he pedido que te mimen.
-No me puedo creer que usted, con todas las tareas que tendrá pendientes, me brinde tantas atenciones -le confesé.
No sé cómo le habrá tratado el calenturiento señor Verano, pero a mi me fascina cuidar a todo el que me aprecia. Yo sé, de muy buena tinta, que usted sabe valorarme. Por tanto, es de recibo que yo le pague con la misma moneda.
-¿Cuando comenzará a amarillear, señora Otoño? -le pregunté.
-En los próximos días llegarán mis pintores. Luego, creo que llegarán los de los ventiladores para arrojar todas las hojas de los árboles al suelo. Y, por último, vendrán los de los aspersores para rociarlo todo y que aumente la sensación de humedad. De todas formas, los recortes presupuestarios han hecho que tengamos que cambiar de proveedores, y no puedo asegurarle que los efectos especiales de este otoño vayan a quedar como los del año pasado.
-Bueno, ¿pero al menos, un mínimo de otoño tendremos asegurado, o no?
-Claro, para eso estoy yo aquí.
-Y, digamé señora Otoño, ¿le apetece tomar algo? Parece que la veo un poco fría -le comenté.
-Pues un café con leche bien calentito como los que publicitó Ana Botella, me vendría de perlas -me respondió la señora mientras se frotaba las manos.
-¿La leche la prefiere usted de botella o de cartón? -le pregunté.
- Mejor de vaca, si pudiera ser.
-¿Muy caliente?
-Sí, por favor. Para frío ya tengo a mi marido el Invierno.
-No me diga.
-Sí, sí le digo.
-¿Y, eso?
-Pues ya sabe usted. La rutina. Ya son muchos años de convivencia. No me perdona un romance que tuve hace unos años con el señor Verano. De hecho, dice que mi hija Primavera no es suya y me ha pedido que hagamos una prueba de paternidad.
-No me lo puedo creer -le dije asombrado.
-Sí, sí, de hecho no nos hablamos.
-Nunca me habría imaginado que las estaciones estuvieran enfrentadas entre sí. Menos mal que sólo son cuatro, que si no...
Oye mozo, el café con leche está riquísimo  ¿Al final me lo hiciste de botella o de cartón?
-No, no, se lo hice de vaca como usted me dijo.
-Ah, con razón. Bueno, ahora, con todo el dolor de mi corazón, debo despedirme, tengo muchas visitas que hacer. Le encargo que si, por un casual, dentro de unos meses viene a visitarle mi esposo el señor Invierno, dígale que lo quiero, y que estoy muy arrepentida, que un desliz lo tiene cualquiera y que ya, entre el señor Verano y yo, no hay absolutamente nada. Hágame ese favor, buen hombre -me pidió la señora Otoño. A propósito, ¿está usted solo?
- Así es -le contesté confundido.
-¿Me ve usted guapa? -me dijo haciendo con los labios un gesto un tanto provocativo.
- Claro, cómo no, es usted una señora muy bella y elegante -le respondí temiéndome lo peor.
- ¿Y no le apetecería a usted darme un poco de consuelo? -me soltó de sopetón.
Y sin darme tiempo a responder se abalanzó sobre mí y para qué les cuento.
¡Uff! El Otoño ya ha llegado, se lo puedo asegurar.

martes, 17 de septiembre de 2013

Dios y hombre


Vuelo. Bajo mis pies nubes. Más abajo tierras. Campos labrados. Lagunas. Arboledas. Montes. Chimeneas humeantes. Mujeres moviendo el mundo. Esto contesta a la pregunta que, mi amigo colombiano Anuar Bolaños, me planteó el otro día: ¿Qué es la mujer?: -La maquinaria del mundo, Anuar. Eso es para mí la mujer.
La claridad del día me permite ver desde este avión de las SAS ciudades enormes que parecen tener el tamaño de una maqueta. Urbes repletas de centros comerciales. Centros comerciales llenos de personas conectadas a Facebook a través del Wi-Fi libre de McDonalds.
El ala plateada del avión brilla y me deslumbra.
Esta ventanilla me conecta al mundo con una falsa autoridad. Cuando vuelo, de un lugar a otro, es como si mi vida permaneciera suspendida en el reino de los cielos. Me doy cuenta de que la estratosfera es un lugar demasiado aburrido para vivir. Hasta los ángeles están de huelga. Tal vez por eso todo el mundo se baja. Y no es hasta que las puertas de estos enormes aparatos volantes abren sus puertas, el aire fresco reemplaza al presurizado, bajo con torpeza las escalerillas metálicas y conecto mi teléfono móvil, cuando recobro mi vida mundana y dejo de sentirme un dios.
Realmente, sólo vuelvo a mi carne cuando recojo la maleta en la cinta de equipajes. Entonces, salgo a la carrera, me introduzco con ansias en las venas de la ciudad de turno y, entre el humo y el sonido de los coches, vuelvo a ser mortal. Por último, para celebrarlo, subo las fotos del viaje a las redes sociales y me zampó una hamburguesa de carne de dudosa procedencia en un santiamén. 
Y, con la boca llena de ketchup, este dios de pacotilla, nuevamente, se hace hombre.

sábado, 14 de septiembre de 2013

El extraño coleccionista


Tres psicólogos ya éramos demasiados. En ocasiones, ni a un asesino en serie lo habían estudiado tan a fondo.  Mis dos anteriores colegas opinaron que el estado mental de Manolo no era muy distinto al de cualquier persona normal, suponiendo que ese tipo de personas existiera aunque fuera en alguna aldea recóndita del Himalaya. Sin embargo, él mismo no lo tenía tan claro.  Al menos, el segundo especialista que lo trató le insinuó que lo suyo podía ser una depresión provocada por haber agotado sus dos años de prestación por desempleo y estar pasando una precaria y angustiosa situación económica.  No es algo tan grave, no se preocupe demasiado, lo que tiene usted es algo pasajero. Sentir miedo e inseguridad no es tan sólo cosa de locos, todo el mundo, en algún momento de sus vidas, se ha sentido como usted –le explicó el doctor con ánimo de tranquilizarle.
Pero después de esa justificada depresión, fue cuando comenzó a desarrollar diversos tipos de manías persecutorias. La primera vez que se sintió así fue cuando le dio por ir todas las tardes a mirar como los clientes de un restaurante italiano se atiborraban a pizzas. El modus operandi siempre era el mismo: se sentaba en un banco de un jardín que daba justo a la cristalera del establecimiento y, desde ese punto, se quedaba embelesado mirando descaradamente a los comensales.  En una ocasión unos clientes, al percatarse de la situación, se habían mostrado tan incómodos que los camareros se vieron obligados a cambiarles de mesa. Hasta que un día, los del restaurante, cansados de su absurda obsesión, decidieron salir del restaurante y echarlo a patadas de aquel banco.
-¡Anda a la mierda, tontucio! –le gritaron los del restaurante al unísono.
La humillación le hizo darse cuenta de que su comportamiento no era demasiado habitual.
La segunda manía fue peor. Sin saber ni cómo ni para qué, le dio por sentarse al lado de un mendigo que se ponía en la puerta de la parroquia de Santa Quiteria. En principio el mendigo no dijo nada, pero cuando la gente, al salir de misa, comenzó a depositar en su mano algunas monedas, el mendigo pensó que no estaba dispuesto a compartir su negocio y lo expulsó del atrio a puntapiés.  Como es de entender, a nadie le gusta la competencia desleal.
-Oye compadre –le dijo el pedigüeño: como vuelvas por aquí y no respetes mi exclusividad territorial, unos amigos y yo, te vamos a dar de hostias, pero no de las consagradas. ¿Has entendido, o te lo digo en ruso?
Su última y absurda manía fue la de recopilar ticket de compra de los supermercados. Buscaba y rebuscaba en las cajas los documentos que los clientes abandonan, a la primera de cambio, sin prestarles importancia. La gente, al parecer, confía plenamente en los métodos de control, sin percatarse de que, en muchos casos,  algunos productos se cobran doblemente, otros a un precio equivocado, y otros -eso es lo peor para el establecimiento y lo mejor para los clientes-, ni tan siquiera se contabilizan.
Aunque todo eso a él le daba exactamente igual. En realidad, lo único que le satisfacía era acumular más y más ticket. Le dio por ordenarlos por importes. De menos de veinte euros, de menos de cincuenta, de menos de cien y, los más escasos, y que más le excitaban: los de más de cien. Esos montones los sujetaba con gomas de diferentes colores y los guardaba en una vieja lata de galletas danesas. Aunque cada noche, cuando procedía a ordenar la colecta de ticket del día, le apenaba recordar el día en el que su madre, siendo niño, le arrojó a la basura su colección de cajas de galletas de lata que casi inundaban su habitación. Recordaba, como si se los hubiesen grabado a fuego, los gritos que le pegaba su madre cuando él intentó detenerla:
-Parece que estás loco, Manolín. ¿No podrías estar jugando al fútbol con los otros niños, en lugar de estar encerrado todo el día en tu cuarto con esa mierda de cajas vacías? Tú no estás bien, hijo –le sentenció la madre sin demasiada sutileza, mientras le tiraba todas las cajas, a excepción de una en la que guardaba montoncitos de ticket de entradas del Cine Callao liados con gomas. ¡Con la de las entradas del cine ya te sobra, lelo, que pareces lelo!
Ese trauma infantil, provocado por su propia madre, quizás tenía mucho que ver con su anómalo comportamiento.
Al principio le hacía gracia a las cajeras,  aunque pronto, al correrse la voz de la presencia de tan extraño personaje, los de seguridad, siempre necesitados de protagonismo ante las féminas, comenzaron a hostigarlo para que dejara de venir a efectuar su insólita colecta.
Por tal motivo, tuvo que cambiar infinitas veces de supermercado. Cada vez que lo hacía se veía en la obligación de ampliar la colección, ya que los ticket, la mayoría de las veces, no coincidían en formato, ni en tipo de papel, y eso le molestaba mucho. Así que reorganizó su colección poniéndole a cada caja el nombre del supermercado al que pertenecía tan singular contenido.
Hasta que un día decidió acudir al Supermercado Comprabuena.  Manolo observaba a una señora que acababa de arrojar su ticket recién pagado al suelo, como haría un sabueso observando el hueso que le acababa de lanzar su dueño. Mientras la clienta terminaba de acomodar su compra en el carrito, él se lanzó como un rayo a recoger el papel. Se fijó, como hacía habitualmente, en cada una de las líneas de productos y, al instante, se dio cuenta de que el limpiacristales Cristasol tenía un precio excesivamente elevado. Su obsesión, sin darse cuenta, le había facultado para conocer de memoria los precios de infinidad de productos.
En un arrebato, tan espontáneo como incomprensible, decidió preguntarle a la cajera por el responsable del establecimiento. La chica lo remitió a la caja central. Las de la caja central avisaron a un gorila de seguridad que llevaba un Chupa Chups en la boca y tenía la cabeza como una bola de billar. Este lo acompañó, tras subir unas estrechas escaleras, que parecían conducir a la mismísima boca del lobo, a un despacho desde donde un señor, a través de un montón de monitores, controlaba cada reacción y cada movimiento de los clientes de aquel enorme establecimiento.
-Buenos días, señor: ¿Cuál es el motivo de su reclamación? –le preguntó el jefazo con cierto tono de recochineo.
-Pues mire usted, caballero: mi esposa acaba de comprar un limpiacristales marca “Cristasol” y me resulta bochornoso que en Comprabuena -que presume de ser la cadena de supermercados más económica del país-  este producto este marcado al triple de precio que en Correfiur. Entiendo que la Cerveza Miau la tienen ustedes un veinte por ciento más barata que  la competencia. Que el pan de ustedes es mejor y un diez por ciento más económico que en Almonte. La sardina fresca también la tienen a un precio inmejorable. Pero lo del Cristasol, con mucho respeto señor, es un robo a mano armada –le dijo Manolo, casi sin respirar y más serio que un ajo.
-Caballero, por un casual: ¿sabría usted decirme a cómo tienen el Cola Cados en el supermercado del Corte Francés? –le preguntó el directivo.
-Sí señor, ayer estaba a dos euros con ochenta, pero la semana pasada estuvo a dos con noventa y cinco. Pero aquí, entre usted y yo, el Cola Cados siempre está más barato en Supermercados El Arbusto –explicó Manolo con soltura. Allí siempre está a menos de dos con cincuenta.
-¿No sabrá a qué precio tienen la pescadilla congelada en Etroskin? –le preguntó el tendero.
-Claro, a cuatro noventa, pero dicen por ahí las malas lenguas que no es pescadilla –le dijo Manolo sin titubear un segundo.
-¿Y si no es pescadilla qué coño es? –le preguntó con sorpresa el directivo ojeando minuciosamente uno de los monitores.
-No se haga usted el tonto. Sabe perfectamente que están inundando el mercado con pescados africanos de los lagos Tanganika y Malawi, se compran a pocos céntimos el kilo y los traen volando en unos viejos Antonov de la Segunda Guerra Mundial que un día de estos nos van a caer en la cabeza. Antiguamente nos daban gato por liebre y ahora nos dan perca africana por pescadilla. No sabemos lo que comemos, se lo digo yo –respondió Manolo con autoridad.
-¿Oiga caballero, usted ha venido realmente por lo de su esposa, o trabaja para alguna consultora de gran consumo? –exclamó el jefazo, poniendo cara de circunstancia.
-Piense usted lo que quiera, pero: ¿Podría abonarme la diferencia del Cristasol? Es que llevo algo de prisa –le requirió Manolo.
-¿A usted no le interesaría trabajar para nosotros? –le propuso de sopetón aquel directivo de Comprabuena. Estoy dispuesto a ofrecerle quinientos euros más de lo que le pague su actual compañía.
-Mire, le advierto que  yo gano un buen sueldo y no me dejo impresionar tan fácilmente. Además, en mi empresa estoy muy bien reconocido. Recientemente me han propuesto para un ascenso a supervisor de informadores de gran consumo –le contestó orgulloso Manolo.
-Tres mil al mes es todo lo que le puedo ofrecer. O lo toma o lo deja, piénselo –le dijo el directivo mientras firmaba un montón de documentos.
-Como soy un caballero, deme quince días para quedar bien con mi actual compañía y trato hecho –le respondió Manolo con seguridad.
La entrevista se cerró con un apretón de manos y de manera bien distinta a como se preveía.
-Oiga: ¿pero me van a reembolsar la diferencia del Cristasol o no? ¡Lo cortés no quita lo valiente! – volvió a insistir Manolo.
-Sí, pasé usted por caja central, allí le darán sus dos euros. Veo que tiene usted bien grabado a fuego nuestro lema “si encuentra algún producto más barato le abonamos la diferencia”. Recuerde, en quince días nos vemos aquí para formalizar su contrato.  Hasta entonces –le dijo el que sería en breve su nuevo jefe.
Aquellos dos euros los invirtió Manolo en comprar un cupón de la ONCE. La fortuna quiso que le tocara el premio gordo y un sueldazo al mes durante veinticinco años.  Por tal motivo, Manolo lleva una semana pensando si le apetece ese trabajo o no. Hasta el momento de escribir esto, no lo tiene demasiado claro. A él lo que realmente le gusta es hacer colecciones. Yo, que soy su psicólogo, le he aconsejado que antes de rechazarlo, pruebe a ver si le gusta. Ese trabajo le permitiría seguir cogiendo ticket de todos los supermercados y encima cobrar tres mil eurazos. Por mi parte, le he ofrecido una iguala de 200 euros al mes para que siga viniendo a la consulta una vez por semana. Este Manolo es un tipo raro, pero es buena persona. ¿Quién de ustedes no tiene alguna rareza hoy en día? Para no ir más lejos les diré que yo colecciono recortes de periódicos en los que aparecen fotografías de gente asesinada y no por ello pienso que estoy loco. ¿A qué ustedes también coleccionan algo? Pues eso…


viernes, 6 de septiembre de 2013

La primera nevada


Ayer me desperté sobresaltado. Soñaba que caía una fuerte nevada. El sobresalto venía propiciado porque, a pesar de que dormía, era perfectamente consciente de que aún estamos en verano y, en Murcia, que amaneciese nevando en verano habría supuesto todo un notición.
Rápidamente asocié ese sueño a una premonición. Sin perder un minuto, abrí el oráculo de google y me interesé por los significados que circulan por la red sobre tan sugerente sueño.
Afortunadamente, en tan sólo 0.21 segundos tuve a mi disposición 450.000 informaciones que me podrían aportar algo de luz ante semejante inquietud.
Comencé a leer. No pretendía leer los 450.000 resultados, ni mucho menos. Fui eligiendo, al azar, aquellos que llamaban más mi atención. Cuanto más leía más anonadado me quedaba. Unas informaciones argumentaban totalmente lo contrario que las siguientes. Mientras unas presagiaban buenos augurios otras hablaban de tristeza y desilusión. Supongo que esto de la interpretación de los sueños es como la interpretación de los datos macro-económicos, o de la explicación de las cifras del desempleo en España, o el hecho de ser del Barsa o del Madrid. La misma cosa se ve igual pero se entiende del revés. Lo que es bueno para unos es malo para el otros.
Así que, sin nada mejor que pensar ni que hacer, opté por hacerme el desayuno. Mientras lo hacía pensé que preparar un desayuno sería la misma cosa para unos y para otros. También pensé que a unos y a otros les gustaría tener la suerte de probar uno de mis deliciosos cafés con leche con miel, con leche fresca del Barranquillo, ahí es nada. Unos y otros disfrutarían del mismo modo de la tranquilidad que rezuma mi casa. Del sonido de los abejarucos. Y de los mirlos. Y de las perdices. Y de las inseparables tórtolas. El sueño de la nevada me hizo recapacitar sobre el inmenso valor de todo cuanto nos rodea por muy insignificante que, a priori, nos pueda parecer. 
Entonces fue cuando pensé en los aburridos y estériles enfrentamientos entre unos y otros. En la sinrazón del enfrentamiento. En lo absurdos que podemos llegar a ser cuando nos creemos mejores que los demás. Pensé en lo felices que desayunarían a mi lado unos y otros, escuchando las armoniosas conversaciones de estas maravillosas aves. Pensé en lo bonito que quedaría mi patio convertido en una especie de Torre de Babel donde todo el mundo se entendiera por muy extraño que fuera su idioma o su forma de pensar. Pensé en lo bien que nos podría ir a todos si en lugar de separar y dividir trabajáramos en pos de la unidad, el respeto y del reconocimiento a quién piensa, vive, reza o ama de forma diferente. 
La premonición de esta ensoñación es, sin ningún género de dudas, un presagio de esperanza. En el fondo, unos y otros, los de allí y los de acá, no somos tan distintos, ante un buen café con leche, y una buena nevada todos respondemos con la misma admiración y con la misma alegría. 
La nieve no es tan sólo, como pensamos, la representación sólida del agua, también es la representación sólida de la esperanza.
Año de nieves, año de bienes.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Diana Nyad, todo un ejemplo de superación



La vida, día a día, nos ofrece lecciones magistrales de superación. Y, cuando eso sucede, nos damos cuenta de la cantidad de cosas que nos perdemos en la vida por la sencilla razón de que renunciamos a ellas.
Sin embargo, la nadadora norteamericana Diana Nyad, pese a tener 64 años, nunca renunció a cumplir su sueño de nadar desde La Habana, en Cuba, hasta las costas de Florida, en los Estados Unidos, que están a la nada despreciable distancia de 166 km. Yo no sé vosotros, pero yo cuando nado seis largos en la piscina estoy que me muero. Diana lo había intentado anteriormente en otras cuatro ocasiones y cada uno de esos fracasos no le habían producido otro efecto que el de aumentar sus deseos por alcanzarlo, como al fin consiguió ayer.
Al arribar a la costa de Florida, decenas de embarcaciones y centenares de personas esperaban su llegada. Tras reponerse del descomunal esfuerzo atendió a los medios de comunicación a los que les comentó:
Me gustaría decir tres cosas: la primera es que siempre hay que perseguir los sueños. La segunda es que nunca eres demasiado mayor para alcanzarlos, y la tercera es que este deporte -la natación- parece solitario pero es necesario tener un buen equipo detrás para conseguir lo que hemos conseguido hoy. 
Si grande ha sido la proeza de esta veterana deportista, no menos grandes han sido sus palabras. 
Diana Nyad, con cada brazada, nos ha demostrado a todos que querer es poder. Enhorabuena Diana.