domingo, 18 de noviembre de 2012

Oppenheim, de nombre Dennis


Días pasados visité una exposición temporal en el Palacio del Almudí de Murcia. Mi hígado enfermizo, nada más sobrepasar el umbral de la puerta automática, se puso en estado de máxima alerta. Aquellas extrañas esculturas y esos cortos mensajes escritos sobre fotografías aéreas, de Dennis Oppenheim -que me recordaron al libro "El mapa y el territorio" del escritor francés Michel Houellebecq- provocaron que mi víscera se convulsionara como un enfermo inconsciente en la Unidad de Cuidados Intensivos, en un hospital de Katmandú, después de haber ingerido una caja de valium 10. Una vez se hubo normalizado mi situación, cosa que comprobé al no ver nada extraño en el rictus de la azafata que me saludó; decidí dejarme enganchar por el difunto yanqui -víctima de un cáncer de hígado- después de haber intentando poner bocabajo al mundo, en una estética muy personal con la que ha pasado a los anales de la historia del arte contemporáneo.
Mi mente quedó secuestrada por mensajes tan simples en inglés que hasta yo mismo podía traducir: love, kisses, forever, always... 
Todo iba relativamente bien hasta que me tropecé con tres serpientes entrelazadas que me miraban desafiantes. Las veía danzar como lo hacen las cobras cuando un indio en gayumbos toca la flauta. Como yo no tocaba la flauta, ni la gaita, ni la armónica,  ni iba en gayumbos, pensé que aquellos maléficos ofidios estaban reconociendo el olor característico de los que padecemos del hígado y aquello, con toda probabilidad, las irritaba. Les debí recordar a su difunto creador; aquel que las había hecho de plomo y les había atado, hasta la eternidad, por sus tres colas. Me retiré asustado. Pude comprobar que la azafata seguía leyendo 50 Sombras de Grey y mostrando un escote que enloquecería hasta a un castrati del Vaticano y por el que yo hubiera dado hasta el do de pecho.
Al encontrarme algo aturdido, decidí poner fin a aquella impresionante exposición. Al salir a la puerta a tomar aire fresco, me tropecé, por enésima vez, con una gorda del escultor murciano Antonio Campillo; sus gordas te las encuentras últimamente por cualquier rincón de la ciudad. La Venus en bicicleta me sonrió y movió sus piernas de bronce como para imprimir velocidad a su eterno paseo congelado. Mi hígado se inflamó, ipso facto, como un globo de gas de Bob Esponja.
Posteriormente en un acto reflejo que no pude contener, intenté volcar a la gorda para ponerla bocabajo, en un duelo que, visto desde lejos, podría haberse confundido con un combate de sumo, al igual que hacía Oppenheim con sus edificios-esculturas, y ahí fue donde sucedió lo peor. Al instante, un policía municipal de tamaño XXL Plus, salió de la sala de exposiciones e intentó reducirme para que cesara en mi empeño de voltear a la gorda de bronce, de tal modo que, en un acto reflejo, intenté voltearlo a él también.
Cuando en la Comisaría de Policía me pidieron explicaciones sobre mi  delirante comportamiento, no creyeron mis argumentos y, por suerte para mí, me dejaron por loco.
Para que luego digan que ir a los museos es muy aburrido.

1 comentario:

  1. hay amigo tu higado si que te juega unas buenas pasadas cerebrales no?

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